Lucas 18:9 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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También el objetivo de esta parábola está a la vista desde el principio. Va destinada «a unos que confiaban en sí mismos como justos, y menospreciaban a los demás» (v. Luc 18:9). 1. Éstos tenían muy alta opinión de sí mismos; pensaban que ya eran tan santos como debían ser, y más santos que todos sus vecinos. 2. Tenían exceso de confianza al presentarse ante Dios, pues se apoyaban en su propia justicia: «confiaban en sí mismos como justos» y por consiguiente, creían que Dios les era deudor. 3. «Menospreciaban a los demás.» A esto llama el texto sagrado «parábola», aunque es un hecho real que se repite cada día.

I. Tenemos a dos hombres que se dedican a la oración al mismo tiempo y en el mismo lugar (v. Luc 18:10): «Dos hombres subieron al templo a orar». No era el tiempo de la oración pública, sino que fueron allá para llevar a cabo sus devociones personales. Ambos, el fariseo y el cobrador de impuestos o publicano, fueron al templo a orar. Entre los adoradores de Dios, hay una mezcla de buenos y malos. El fariseo, con todo su orgullo, no se creyó seguro sin la oración; el publicano, con toda su humildad, no se creyó excluido de la oración. El fariseo vino al templo a orar porque era un lugar público en el que otras personas podrían verle; éste es el carácter que Cristo describió acerca de ellos cuando dijo que todo lo hacían para ser vistos de los hombres. Hay muchos también hoy día a quienes vemos en el templo, pero de los que es de temer que no los veremos en el último día a la diestra de Dios. El fariseo vino al templo a orar por cumplimiento, el publicano vino a orar por necesidad. El fariseo, por ostentación; el publicano, para petición. Dios ve con qué disposiciones y objetivo nos presentamos ante Él.

II. Vemos luego cómo se dirige a Dios el fariseo (no podemos llamar a esto «oración»): «Puesto en pie oraba consigo mismo» (v. Luc 18:11): se apoyaba en sí mismo con el ojo puesto en sí mismo, no en la gloria de Dios. Por lo que él mismo dice consigo mismo, vemos:

1. Que confiaba únicamente en su propia justicia, pues dijo muchas cosas buenas de sí mismo, y podemos suponer que decía la verdad: no era un opresor, no era injusto con los demás, no hacía mal a nadie, no era un adúltero. No sólo eso, sino que hacía más de lo que la ley le requería, pues ayunaba dos veces a la semana, al ser así que la ley no requería ningún ayuno semanal; y daba diezmos de todo lo que ganaba, cuando lo que estaba mandado era dar el diezmo únicamente de los productos del campo. Con esto, pensaba cumplir con exceso sus deberes en cuanto al modo de dominar los apetitos de su cuerpo y en cuanto a la administración de sus bienes temporales. Pero, aun así, todo eso no fue acepto a Dios. ¿Por qué? (A) Su gratitud a Dios era un mero formalismo. No dice, como Pablo: «Por la gracia de Dios soy lo que soy» (1Co 15:10), sino simplemente: «Dios, te doy gracias». (B) ¿Y por qué le da gracias? por lo que Dios ha hecho por él? ¡No!, sino por lo que él ha hecho por Dios. Ha venido al templo únicamente para decirle a Dios las muchas y buenas cosas que ha hecho él mismo. (C) Con eso se apoya únicamente en su propia justicia (v. Rom 10:3). (D) No hallamos ni una sola palabra de verdadera oración en lo que este fariseo le está diciendo a Dios. «Subió al templo a orar» (v. Luc 18:10), pero parece ser que se le olvidó para qué había subido. Pensó que no necesitaba ninguna cosa, ninguna gracia de Dios que mereciera la pena de pedírsela.

2. Que despreciaba a los demás, pues: (A) Pensaba que era mejor que el resto de la humanidad: «Te doy gracias porque no soy como los demás hombres» (v. Luc 18:11). Podemos dar gracias a Dios por no ser, por su gracia, tan malos como algunos; pero hablar como si fuésemos los mejores es orgullo refinado, irreverencia a Dios e insulto a nuestros prójimos. (B) No se contenta con tenerse por mejor que los demás, sino que, para mayor complacencia en sí mismo, se compara con el cobrador de impuestos que estaba también allí orando. Sabía que este hombre era un publicano y, por tanto, le suponía ladrón, injusto, etc. Supongamos que fuera verdad, ¿qué le iba a él en lo de otra persona? ¿Acaso no podía orar sin lanzar reproches contra su prójimo? ¿O es que estaba tan complacido de la maldad de otro cuanto lo estaba de su propia bondad? Como ha dicho un escritor de nuestros días: «Hay quienes necesitan ver pecar a otros para sentirse justificados ellos mismos».

III. Veamos, en cambio, la oración del publicano, la cual era lo contrario precisamente de la del fariseo, pues estaba llena de humildad, tanto como lo estaba de orgullo la del fariseo; tan llena de arrepentimiento, como lo estaba de ostentación la del otro; tan deseosa de perdón y misericordia, como lo estaba de confianza en sí mismo la del fariseo

1. Primero, expresó su arrepentimiento y humildad en lo que hizo:

(A) Se mantuvo a bastante distancia (v. Luc 18:13). Con un profundo sentimiento de indignidad propia, el publicano no se atrevía a acercarse a Dios. Así reconocía que no merecía el favor de Dios, y que ya era un gran favor el que Dios le permitiese orar a distancia.

(B) «No quería ni aun alzar los ojos al cielo.» Elevaba su corazón y sus deseos humildemente, pero, abrumado de confusión y vergüenza, no se atrevía a levantar la vista con santa audacia. La vista puesta en el suelo era indicación del pesar de su corazón ante su conciencia de pecado.

(C) «Se golpeaba el pecho.» El corazón del pecador le golpea primero a él con el siguiente reproche: «¿Qué has hecho?» Entonces él golpea su corazón, diciendo: «¡Miserable hombre de mí!» (Rom 7:24).

2. Segundo, expresó su arrepentimiento y humildad en lo que dijo: Su oración fue breve, pues los gemidos y suspiros le entrecortaban la voz, pero lo poco que dijo no pudo ser más atinado: «Dios, sé propicio a mí, pecador». ¡Y bendito sea Dios porque está registrada en el texto sagrado la respuesta benévola del Señor a esta oración!

(A) Vemos que se reconoce a sí mismo como pecador delante de Dios. El fariseo se negaba a reconocerse pecador y aun se tenía por el mejor de los hombres, pero el publicano se describe a sí mismo con esta sola palabra: pecador.

(B) No apela a ninguna otra cosa sino al favor de Dios, obtenido mediante la propiciación del sacrificio en el altar, donde la sangre era tipo de la única sangre que podía propiciar por nuestros pecados (v. Rom 3:25; 1Jn 2:2). No hay misericordia posible por parte de Dios sin la necesaria propiciación por parte de Cristo. De ahí que la versión «ten misericordia de mí», que en este lugar presentan muchas versiones, es textual y teológicamente falsa. Aunque el publicano mantenía su vista puesta en el suelo, el incienso del sacrificio que habría llevado subía al Cielo, junto con su oración. Mientras el fariseo insistía en sus propios méritos, el publicano acudía en urgente demanda de perdón como si dijese: «La justicia me condena; sólo confío en tu gracia».

(C) Se dirige, pues, a Dios como un mendigo menesteroso a quien puede socorrerle con una limosna, ya que es plenamente consciente de su indigencia espiritual (v. Rom 3:23): «Dios, sé propicio a mí». Probablemente, repitió varias veces esta humilde oración.

IV. Finalmente, vemos la aceptación que el publicano halló ante Dios. Según los pensamientos de los hombres, muchos habrían ensalzado grandemente al fariseo, y habrían menospreciado y hasta reprochado a este pobre publicano. Pero nuestro Señor Jesucristo no pensaba así (v. Isa 55:8), sino que asegura que éste el cobrador de impuestos, despreciado por el fariseo, pero humilde y arrepentido, descendió a su casa justificado más bien que aquel fariseo. El orgulloso fariseo pensaría que si alguien había de descender a casa justificado, de seguro sería él, no aquel infame cobrador de impuestos, pero el Señor dice: «No es así, sino que es el publicano más bien que el fariseo el que descendió a su casa justificado». De modo que el orgulloso fariseo es rechazado por Dios; no es aceptado por justo, según él mismo se tenía por tal, puesto que se apoyaba en su propia justicia; en cambio, el publicano obtiene la remisión de sus pecados y aquel a quien el fariseo no desearía contar ni siquiera entre los perros de su rebaño, es contado por Dios entre los miembros de su familia. Y el Señor concluye diciendo: «Porque cualquiera que se enaltece, será humillado, y el que se humilla será enaltecido». Cuando los soberbios se enaltecen a sí mismos, se convierten en rivales de Dios y, por consiguiente, serán abatidos por Él, mientras que quienes se humillan a sí mismos, se someten a Dios y, por tanto, serán enaltecidos por Él. Así que el castigo es la respuesta al pecado, del mismo modo que la recompensa es la respuesta al deber cumplido. Véase también el gran poder de Dios, en su gracia, al sacar tanto bien de tanto mal: el publicano había sido un gran pecador, pero de la grandeza de su pecado surgió la grandeza de su arrepentimiento; y de la grandeza de su arrepentimiento, la grandeza del perdón de Dios. Buena cosa era el que el fariseo no fuese un ladrón, injusto ni adúltero; pero el diablo le hizo orgulloso de todo ese bien y, con ello, le llevó a la ruina.

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