Lucas 23:44 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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I. Vemos ahora los prodigios que acompañaron a la muerte de Jesús. 1. El oscurecimiento del sol a mediodía: «Cuando era como la hora sexta, hubo tinieblas sobre toda la tierra hasta la hora novena» (v. Luc 23:44), es decir, hasta las tres de la tarde. «El sol se oscureció» (v. Luc 23:45) contra las leyes de la naturaleza, pues era el mediodía y en tiempo de luna llena, cuando es físicamente imposible un eclipse de Cnt 2:1-17. «Y el velo del templo se rasgó por la mitad» (v. Luc 23:45). Por los otros evangelistas sabemos que se rasgó «de arriba abajo» (v. comentario a Mat 27:51; Mr. 15:38). El primer prodigio se obró en el Cielo, este otro, en el templo; pues ambos aparecen en la Biblia como «casa de Dios». Con la rasgadura del velo se daba a entender la supresión de la ley ceremonial y de todos los demás obstáculos que impedían el acercamiento confiado al trono de la gracia y de la misericordia (Heb 4:16).

II. Lucas pasa rápidamente a referirnos el último suspiro de Jesús, juntamente con la séptima y última palabra que pronunció en la Cruz: «Y Jesús, clamando a gran voz, dijo: Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu. Y habiendo dicho esto, expiró» (v. Luc 23:46). Cuando, con las palabras del salmista, había gritado su desamparo, había dicho: «Dios mío, Dios mío» (v. Mat 27:46; Mar 15:34, comp con Sal 22:1); pero ahora, también con palabras de David (Sal 31:5) le llama «Padre». En todo caso, Cristo murió con las palabras de la Escritura en su boca. Cristo, inmediatamente antes de exhalar el último suspiro, expresó en estas palabras su función de Mediador. Es ahora cuando consumaba su holocausto (Heb 13:12), hacía su expiación por el pecado (Isa 53:10), y daba su vida en rescate por muchos (Mat 20:28). Con esas palabras, venía a depositar el sacrificio en el altar de la Cruz (Heb 13:10) y en manos de Dios, a quien todo sacrificio ha de ofrecerse. La voluntad del oferente era un requisito indispensable para la aceptación del sacrificio, y así lo hizo Jesús desde su entrada en este mundo (Heb 10:5-9, en cuanto al holocausto), y ahora (en cuanto a la expiación). Como escribió Bossuet: «Lo más grande del mundo es Cristo; lo más grande de Cristo, su Pasión y Muerte; lo más grande de su Pasión, su último suspiro, pues en Él se consumó la obra de la Redención». Así, pues, Cristo puso en manos del Padre su espíritu, para recobrarlo al tercer día en su gloriosa resurrección. Al tomar la frase del Sal 31:5, Cristo adaptó las palabras de David para uso de los creyentes moribundos; con ellas, hemos de mostrar que entregamos libremente nuestra vida en manos del Señor y que creemos firmemente en la vida venidera, al decirle a Dios: «Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu».

III. La impresión que la muerte de Cristo hizo en quienes la presenciaban:

1. El centurión que había estado al mando del pelotón de ejecución, se vio tremendamente afectado por lo que vio: «Cuando el centurión vio lo que había acontecido, dio gloria a Dios, diciendo: Realmente este hombre era justo» (v. Luc 23:47). Era romano, un pagano; sin embargo, «dio gloria a Dios», y testificó de la inocencia de Jesús. Por Mateo y Marcos, sabemos que su testimonio fue mucho más allá, al confesar: «Verdaderamente, éste era Hijo de Dios» (Mat 27:54; Mar 15:39). La opinión de que, con estas palabras, el centurión confesaba la deidad de Cristo no es sostenible. En boca del centurión y de los demás espectadores, había de tener el mismo sentido que en labios de Caifás Mat 26:63 , a saber del Mesías profetizado como se deducía del Sal 110:1. Con todo, es lo más probable que las palabras del centurión constituyan una declaración de fe salvífica. (Nota del trad.)

2. El resto de los espectadores quedó igualmente afectado: «Y toda la multitud de los que habían acudido a este espectáculo viendo lo que había acontecido, se volvían golpeándose el pecho» (v. Luc 23:48). Sólo Lucas refiere este detalle. Es probable que la multitud ésta fuese la misma que, por la mañana de aquel día había gritado a Pilato: «¡Crucifícale, crucifícale!», y la que había insultado al Salvador con burlas y denuestos cuando Él estaba en la cruz; pero ahora sus bocas estaban cerradas, y sus conciencias estaban sobrecogidas de espanto: «se volvían golpeándose el pecho», conscientes de que algo terrible había acontecido, y temerosos de la venganza de Dios; pero no se entrevé que tuviesen verdadero arrepentimiento, y hay razón para temer que la mayoría de ellos olvidasen pronto lo sucedido. Así pasa con muchos que se sienten momentáneamente conmovidos al oír o leer el relato de la Pasión y Muerte del Salvador, pero esto hace muy poca mella en sus vidas. Pueden llegar a la admiración, pero no al sincero arrepentimiento ni a la fe genuina.

3. Sus amigos y seguidores se vieron obligados a mantenerse a cierta distancia, «mirando estas cosas» (v. Luc 23:49), aunque unos pocos de ellos estuvieron (al menos, durante algún tiempo) al pie de la cruz, como vemos por Jua 19:25-27. Lucas dice que allí, de pie y a distancia, estaban «todos sus conocidos y las mujeres que le habían seguido desde Galilea».

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