Lucas 24:36 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Cinco veces fue visto el Señor el mismo día en que resucitó: por María Magdalena en el huerto (Jua 20:14), por las mujeres mientras iban a dar las nuevas a los discípulos (Mat 28:9), por Pedro solo, por los dos discípulos que iban a Emaús, y ahora a la noche por los once y los que estaban con ellos. Vemos ahora:

I. La gran sorpresa que se llevaron los allí reunidos, cuando se les apareció el Señor mientras comentaban estas cosas: «Mientras ellos aún hablaban de estas cosas, Jesús se puso en medio de ellos» (v. Luc 24:36), poniendo así fin a los comentarios con la prueba contundente de su propia presencia. Observemos:

1. El consuelo que les dio el Señor con su saludo: «Paz a vosotros» (v. Luc 24:36). Con esto les daba a entender que era una visita de afecto, de amistad y de consuelo. Puesto que no prestaban pleno crédito a quienes le habían visto, se presentaba Él personalmente. Les había prometido que, después de su resurrección, le verían en Galilea. Pero estaba tan deseoso de verles, que adelantó el encuentro, y vino a verles en Jerusalén. Cristo es a veces mejor que su palabra, pero nunca es peor. Con su saludo inicial, daba bien a entender el Señor que no venía a altercar con Pedro por haberle negado repetidamente, ni a los demás apóstoles por haber huido vergonzosamente en el huerto, sino que vino a ellos con toda amabilidad y mansedumbre, para darles a entender que les perdonaba completamente.

2. El susto que ellos se llevaron: «Entonces, espantados y atemorizados creían ver un espíritu» (v. Luc 24:37) puesto que lo vieron en medio de ellos antes de que pudieran apercibirse de su llegada. El vocablo usado en Mat 14:26 es phántasma = espectro, aparición o fantasma; pero el usado aquí es pneuma = espíritu, en el sentido de alma desencarnada.

II. La gran satisfacción que obtuvieron, al oír el discurso del Señor, en el que tenemos:

1. El reproche que les dirigió por el espanto que mostraban: «¿Por qué estáis turbados, y se suscitan en vuestro corazón estos pensamientos?» (v. Luc 24:38). Obsérvese:

(A) Que, siempre que estamos turbados, se suelen suscitar en nuestro corazón pensamientos que nos hacen daño. Muchas veces, la turbación misma es efecto de los pensamientos que se suscitan en nuestro interior. Otras veces, los pensamientos que se suscitan son efecto de la turbación (v. 2Co 7:5: «de fuera, conflictos, de dentro, temores»).

(B) Que muchos de los pensamientos que nos producen turbación se deben a nuestro equivocado concepto del carácter de nuestro Salvador. Aquí vemos a estos discípulos asustados al pensar que veían un espíritu, cuando estaban viendo a Jesús resucitado. Cuando Cristo, por medio de su Espíritu, nos convence y nos humilla por medio de las pruebas que la providencia de Dios nos envía, adquirimos un concepto errado de Él, como si fuera su intención hacernos daño, y esto nos asusta.

(C) Que todos los pensamientos de miedo que surgen en nuestro interior son conocidos del Señor, lo cual ha de llenarnos de consuelo. Jesús regaña a los suyos por tales pensamientos, para enseñarnos a regañarnos a nosotros mismos por darles cabida en nuestro corazón.

2. La prueba que les dio de su resurrección, tanto para silenciar el miedo que tenían, como para fortalecerles la fe en la que flaqueaban. Dos son las pruebas que aquí les da:

(A) Les muestra su cuerpo, en particular «sus manos y sus pies» (v. Luc 24:39). Como si dijese: «Ya veis que tengo manos y pies y, por tanto, un cuerpo verdadero; no soy, pues, un espíritu desencarnado; y podéis ver igualmente las marcas de los clavos en las manos y en los pies; es, por consiguiente, mi propio cuerpo; el mismo que visteis crucificado, no es otro cuerpo prestado». Y establece el siguiente principio: «Porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como veis que yo tengo» (v. Luc 24:39). Y apela: (a) a la vista: «Mirad mis manos y mis pies, que soy yo mismo». Retuvo en sus manos y pies las señales de la crucifixión, no sólo como prueba de su identidad, sino también como garantía de su intercesión a nuestro favor en el Cielo. Una semana después mostró estas señales a Tomás, quien no se hallaba presente en la aparición que comentamos (v. Jua 20:24). Si Él no tuvo empacho en mostrar las señales de sus llagas menos motivo tenemos nosotros para avergonzarnos de ellas, o de las que suframos por Él. (b) Apela también al tacto, sentido al que no se resisten las alucinaciones: «Palpad y ved». Como apóstoles que debían dar por todo el mundo un testimonio sin par del Señor resucitado, son invitados a palpar las llagas del Señor (comp. con 1Jn 1:1), a fin de que puedan proclamar la resurrección del Señor como testigos de primera mano y estar contentos por sufrir a causa de esta proclamación (v. Hch 5:41). Hubo herejes en los primeros tiempos de la Iglesia, que afirmaron que Cristo nunca había tenido verdadero cuerpo humano, sino sólo apariencia de cuerpo (docetismo) y, por tanto, ni había nacido de veras de una mujer, ni había padecido de veras en la Cruz. ¡Bendito sea Dios, porque esta herejía quedó sepultada hace muchos siglos! Nosotros sabemos con certeza que Jesucristo no era un espíritu o aparición, ni antes ni después de su muerte, sino que tuvo siempre un cuerpo humano, real y verdadero, incluso después de su resurrección.

(B) También come con ellos, para confirmar que su cuerpo era real y verdadero. Pedro enfatizó mucho este detalle cuando dijo: «Dios … le concedió hacerse visible … a nosotros que comimos y bebimos con Él después que resucitó de los muertos» (Hch 10:40-41). Obsérvese que:

(a) Aun después de mostrarles las manos y los pies, «todavía ellos, de gozo, no lo creían, y estaban asombrados» (v. Luc 24:41). Su fe se había debilitado de tal manera después de la muerte del Señor que ahora se mostraban sumamente reacios a creer en su resurrección. Esta dureza y tardanza en creer, de parte de los discípulos, es para nosotros, como ya apuntamos anteriormente, la mayor prueba de la verdad de la resurrección. Lejos de haber robado el cuerpo, como les calumniaban (v. Mat 28:13-15), y decir: «Ha resucitado» sin que fuera verdad, están decididos a pensar una y otra vez: «No ha resucitado», cuando en realidad había resucitado. Así que cuando después lo creyeron lo proclamaron y se jugaron la vida por ello, lo hicieron sobre la prueba más contundente que pueda tenerse de la realidad de un acontecimiento. Pero hemos de añadir que, aun cuando se debiese a su debilidad la tardanza en creer, era, con todo, una debilidad excusable, pues no era debida a menosprecio de la evidencia que se les ofrecía sino a causa del gozo que les embargaba. Creían que era demasiado bello para ser verdadero. «Y estaban asombrados», es decir pensaban que, no sólo era demasiado bueno, sino también demasiado grande, para ser creído.

(b) Para mejor convencerles y animarles, «les dijo: ¿Tenéis aquí algo de comer?» (v. Luc 24:41). Así, pues, «le dieron parte de un pez asado, y un panal de miel. Y Él lo tomó, y comió a la vista de ellos» (vv. Luc 24:42-43). Con esto mostraba que poseía un cuerpo verdadero, pues podía comer, aun cuando no necesitase de este alimento. Si los cuerpos glorificados pueden ejercer las funciones vegetativas es una mera curiosidad que Dios no ha tenido a bien revelarnos. Después lo hemos de saber por propia experiencia, si no nos hemos mantenido de meras curiosidades.

3. La inteligencia que les impartió de la Palabra de Dios: (A) Primero les refresca la memoria: «Éstas son las palabras que os hablé, estando aún con vosotros» (v. Luc 24:44). Como si dijese: «Ya os lo tenía dicho. Por tanto, deberíais recordarlo y creer sin dificultad». Para entender lo que Cristo nos dice, es menester que recordemos lo que ya tiene dicho en el Evangelio. El Señor se refiere a continuación al testimonio de las Escrituras que debían cumplirse con respecto a Él: «que era necesario que se cumpliese todo lo que está escrito de mí en la ley de Moisés, en los profetas y en los salmos» (v. Luc 24:44). Alude así a las tres secciones en que los judíos dividían las Escrituras del Antiguo Testamento, para dar a entender que toda la Escritura apuntaba a las cosas que se habían de cumplir en Jesús, aun las más duras y penosas. Igualmente se han de cumplir las que se refieren a su Segunda Venida en gloria. (B) Después, les ilumina el entendimiento: «Entonces les abrió la mente para que comprendiesen las Escrituras» (v. Luc 24:45). En su conversación con los dos discípulos de Emaús, Jesús les retiró el velo que ocultaba la inteligencia de los textos sagrados, abriéndoles la mente. Jesús, por medio de su Espíritu actúa directamente en la mente y el corazón de los hombres, pues tiene acceso inmediato a nuestro interior y puede iluminarnos y calentarnos desde dentro. No es que de luz a la Palabra, pues ésta tiene luz propia, sino que ilumina nuestros ojos (Efe 1:18) para verla y nuestra mente para entenderla. Incluso los hombres más santos necesitan esta iluminación, pues, aun cuando no sean ellos tinieblas, sino luz en el Señor (Efe 5:8), están todavía, con respecto a muchas cosas, en cierta oscuridad (v. 1Co 13:12). El método con que Cristo actúa para llevarnos a la fe salvífica es mediante la apertura de nuestra mente, pues la vida divina comienza por luz (v. Jua 1:4: «En Él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres»). Como alguien ha escrito: «La luz entra por la ventana de la mente aunque sea la voluntad la que abre la ventana». Por eso, «les abrió la mente», a fin de que con la puerta abierta, pudiese entrar la luz de la Palabra. El objetivo, pues, de esta apertura de la mente es que podamos entender las Escrituras, «las cuales nos pueden hacer sabios para salvación» (2Ti 3:15), ya que ésta es la verdadera sabiduría, sin la cual de poco nos puede servir todo lo que sepamos acerca de las cosas de este mundo. No es para que seamos sabios carnalmente, para «propasarnos de lo que está escrito» (1Co 4:6), sino para ser más sabios en lo que está escrito. Los alumnos de Cristo nunca saben más que su Biblia en este mundo, sino que siempre han de estar aprendiendo más y más de su Biblia.

4. Las instrucciones que les dio como a mensajeros y testigos suyos en todo el mundo (comp. con Hch 1:8): Deben predicar en todas partes el Evangelio del que son testigos: «Y vosotros sois testigos de estas cosas» (v. Luc 24:48), para que hagan partícipes de ellas a todas las naciones. Aquí vemos:

(A) Lo que deben predicar: Han de predicar el Evangelio; deben tomar consigo su Biblia y mostrar al pueblo lo que está escrito allí acerca del Mesías, de sus sufrimientos, de sus glorias y de sus gracias, así como del reino venidero, y demostrarles que todo eso tiene su cumplimiento en el Señor Jesucristo. El compendio de todo el Evangelio está en los hechos salvífico de la muerte y resurrección del Señor (v. Luc 24:46, comp. con 1Co 15:1-4): «Así está escrito, y así era necesario que el Cristo padeciese». Como si dijese: «Id y decidle a todo el mundo que Cristo padeció, como estaba escrito de Él. Id y predicad a Cristo crucificado, no os avergoncéis de la Cruz; no os avergoncéis de un Jesús sufriente. Decidles que era necesario que Él padeciera, que eso era menester para quitar el pecado del mundo. Decid también que resucitó al tercer día de entre los muertos; que también en esto se cumplieron las Escrituras. Id y decidles que el que estuvo muerto está vivo y vive para siempre, y tiene las llaves del sepulcro y del Hades». Dentro de la predicación del Evangelio, entra también que se predique en su nombre el arrepentimiento y el perdón de los pecados» (v. Luc 24:47). Como si dijese: «Id y predicad a todas las naciones que, para alcanzar el perdón de los pecados y la vida eterna, es preciso que cambien de mentalidad, que su corazón y su vida experimenten un cambio radical mediante el nacimiento de arriba de Dios en Cristo, a cuyo servicio han de dedicarse por completo en sacrificio vivo, santo y agradable a Dios». El gran privilegio del perdón de los pecados es ofrecido por el Evangelio a todos cuantos se arrepientan y den crédito a la buena noticia del amor misericordioso de Dios: «Id y decidles a todos los hombres, miserables pecadores, que hay para ellos esperanza segura de salvación al alcance de la mano» (v. Mar 1:15).

(B) A quiénes han de predicar: (a) «a todas las naciones». Han de dispersarse por todo el mundo, y llevar consigo esta luz a dondequiera que vayan. Los profetas habían predicado arrepentimiento y remisión a los judíos, pero los apóstoles han de predicar a todo el mundo. Nadie quedará exento de la obligación que el Evangelio impone de arrepentirse, ni excluido de los inestimables beneficios que el Evangelio ofrece. (b) Deben «comenzar por Jerusalén» (comp. con Hch 1:8). Allí debe comenzar la predicación del Evangelio. ¿Por qué? Primero, porque así está escrito y, por consiguiente, ese es el método que ha de seguirse: «Porque de Sion saldrá la ley, y de Jerusalén la palabra de Jehová» (Isa 2:3). Segundo, porque allí se verificaron las transacciones o hechos salvífico sobre los que el Evangelio tiene su fundamento y, por consiguiente allí deben ser testificados primeramente. Tan fuerte y tan brillante era el primer resplandor de la gloria del Redentor resucitado, que había de darles en la cara a los enemigos que se habían atrevido a llevar a Jesús al suplicio; esa luz iba a lanzarles el supremo reto. Tercero, para darnos un ejemplo sublime del perdón a los enemigos. El primer ofrecimiento de la gracia del Evangelio ha de ser hecho a la Jerusalén aquella «que mataba a los profetas y apedreaba a los que le eran enviados» (Luc 13:34). Y fue tan viva aquella luz, que en un solo día tres mil personas fueron añadidas a los discípulos del Señor (v. Hch 2:41), hechas partícipes de la gracia del Evangelio.

(C) Con qué ayuda contarían en su predicación: «He aquí que yo voy a enviar sobre vosotros la promesa de mi Padre [es decir, el Espíritu Santo v. Hch 1:4-5, Hch 1:8 ] … y seréis revestidos de poder desde lo alto» (v. Luc 24:49). Aquí Jesús les asegura que, dentro de poco, será derramado sobre ellos el Espíritu Santo en mayor medida que en cualquier otro momento anterior de la Historia de la Salvación y, por este medio, serán equipados de todos los dones y gracias que son necesarios para el desempeño de tan Gran Comisión. Todos los que reciben el Espíritu Santo son revestidos de poder desde lo alto. Los apóstoles de Cristo no habrían podido jamás plantar el Evangelio y establecer el reino espiritual de Dios en la tierra, como lo hicieron, si no hubiesen sido revestidos de un poder tal. Este poder era una promesa del Padre y, por tanto, podemos estar seguros de que la promesa es inviolable, y de que la cosa prometida es inestimable (no tiene precio. Comp. con Hch 8:20). Notemos que los embajadores de Cristo (v. 2Co 5:20) han de permanecer quietos hasta que reciban sus poderes. Aunque podría pensarse que nunca hubo cosa que demandase tanta prisa como la predicación del Evangelio, lo cierto es que los predicadores del Evangelio han de esperar hasta que sean revestidos de poder desde lo alto. En vano tratará un predicador o misionero de hacer impresión con sus mensajes y sus campañas evangelísticas, si antes no ha sido revestido de este poder del Espíritu.

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