Lucas 6:37 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Toda esta porción la hemos visto en términos parecidos en Mateo. Eran expresiones que, al parecer, Cristo usaba con frecuencia. No necesitamos esforzarnos aquí por buscarles coherencia. Son como áureos adagios, al estilo de los proverbios y parábolas de Salomón.

I. Debemos ser muy humildes y prudentes al juzgar a los demás, pues también nosotros deseamos que los demás sean prudentes y caritativos al juzgarnos a nosotros: «No juzguéis, y no seréis juzgados; no condenéis, y no seréis condenados; perdonad, y seréis perdonados» (v. Luc 6:37). Aun en el caso de que los hombres no lleguen, a veces, a aceptar este «juego limpio», «Dios es mayor que nuestro corazón, y Él conoce todas las cosas» (1Jn 3:20).

II. Si tenemos un espíritu pronto a donar y a perdonar (que es un superlativo de donar), seremos recompensados por Dios (si no por los hombres) con una medida excelente: «Dad y se os dará; una medida buena, apretada, remecida y rebosante os pondrán en él regazo» (v. Luc 6:38). Todos los términos son dignos de consideración: «en el regazo», hoy diríamos: «en el halda, a manera de bolso». Dice Lenski: «Kólpos da a entender el pliegue de la vestidura oriental justamente encima del cinturón, y el cual podía ser usado como una pequeña bolsa. La medida excelente se refiere a algo que podía ser llevado de esta forma». Una medida «buena» supone ya que la capacidad normal de la bolsa ha sido llenada «apretada», que se la empuja hacia el fondo con las manos para que haya aún lugar donde colocar más cantidad, «remecida», como se golpea contra el mostrador de la tienda un paquete de azúcar, de harina, arroz, etc., para que todavía quede más sitio que llenar, «rebosante», que, después de todo lo otro, todavía se colma la medida hasta rebosar por los bordes. No se puede decir mejor, en lenguaje humano lo que es Dios como «galardonador de los que le buscan» (Heb 11:6). No sólo lo hará en la otra vida, sino incluso en ésta (v. Mat 19:29), por medio de personas buenas y de circunstancias favorables. Dios no se deja ganar en generosidad y, a quien recompensa, le recompensa con abundancia (comp. con Jua 10:10).

III. Hemos de esperar que se nos trate conforme a la manera con que tratamos a otros: «Porque con la misma medida con que medís, os volverán a medir» (v. Luc 6:38). Quienes tratan duramente a otros, deben esperar que se les pague con la misma moneda; pero quienes tratan amablemente a otros, pueden esperar que Dios levante para ellos amigos que también les traten amablemente.

IV. Quienes se ponen bajo la enseñanza y conducción de maestros ignorantes o equivocados se exponen a caer en los mismos errores destructores de sus maestros: «¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en un hoyo?» (v. Luc 6:39). ¿Y cómo pueden esperar otra cosa? Todos cuantos se dejan guiar por las opiniones del mundo y por los medios corrientes de comunicación, se están convirtiendo en personas sin cerebro propio, como robots manejados por los intereses de los grandes grupos de presión. El mundo actual está volviendo a la mentalidad romana de hace dos mil años: «panem el circenses» = pan y circo. Hoy casi podríamos suprimir lo de «pan» y decir: «placer y espectáculos»; en una palabra: distracción, una carrera desenfrenada por huir de sí mismo y de los grandes problemas que la existencia humana plantea.

V. «Un discípulo no está por encima de su maestro, pero todo el que esté bien preparado (lit. bien instruido, bien equipado), será como su maestro.» Según el informe de Lucas, Cristo completa aquí su pensamiento de Mat 10:24. Hay quienes, como Bliss, ven en este versículo una continuación de la idea del versículo Luc 6:39: El discípulo de un fariseo seguirá las huellas de su maestro; no le sobrepasará en sabiduría, sino que, cuando esté bien equipado en las enseñanzas que le haya impartido su maestro, vendrá a ser como él: otro fariseo más. Lenski sin embargo, piensa que el principio expuesto por Jesús tiene aplicación universal: un alumno que no se limita a aprender de memoria lo que oye, sino que es verdaderamente un discípulo, imbuido de la mentalidad de su maestro, llega a ser, pensar y actuar como él. Esta regla tiene dos excepciones: en el caso de Cristo, ningún discípulo suyo puede llegar a la altura del Maestro pero sí es cierto que puede adquirir su mentalidad (v. 1Co 2:16); en el caso de los maestros humanos, un discípulo puede superar al maestro, como superó Aristóteles a Platón, y Tomás de Aquino a Alberto Magno; pero no se puede olvidar que el verdadero maestro es un perpetuo aprendiz, y todo maestro que renuncia a aprender más, ha dejado de ser magis-ter.

VI. Quienes toman a su cargo enseñar, reformar y reprender a otros, deben ocuparse primero en quedar limpios de cualquier cosa que necesite reforma o merezca reproche: «¿Y por qué te fijas en la paja que está en el ojo de tu hermano, y no echas de ver la viga que está en tu propio ojo?» (v. Luc 6:41). Todo el que tenga conciencia de su propia indignidad, cuidará de no caer en iguales, o mayores, faltas que las que ve y quiere corregir en otros (v. Gál 6:1). Mientras el corazón no esté limpio, el ojo no verá claro (v. Mat 6:22-23, en su contexto anterior y posterior) porque es el corazón entenebrecido el que causa la vanidad de los razonamientos (véase Rom 1:21). Sólo una persona profundamente espiritual, no en conocimiento, sino en experiencia, puede dar consejos espirituales. Lo cual no es excusa para que los que son aconsejados o reprendidos echen en cara a los pastores y ministros del Señor el que también éstos tienen sus defectos, pues, en primer lugar, Dios ha puesto al frente de las congregaciones hombres, no ángeles; y en segundo lugar, quienes así se revuelven contra las justas reprensiones, se condenan a sí mismos en lo mismo que juzgan (comp. con Rom 2:1). Nótese que, cuando Pablo habla de los ministros de Dios, no dice que tienen que ser perfectos, sino fieles (1Co 4:1-2). Ahora bien, todo ministro fiel del Señor procurará corregirse a sí mismo para mejor ver y corregir a los demás miembros de la congregación o, simplemente, a sus semejantes (v. Luc 6:42). Mal servicio podría hacer un cirujano que padeciera de la vista y no procurase corregir su visión, ¿cómo extraer del ojo ajeno un objeto minúsculo, si él mismo tiene la visión impedida por unas cataratas plenamente formadas? El quitar la mota del ojo del hermano, no sólo requiere buena vista, sino también buena mano, es decir, «tacto». Por eso, hay pastores y ministros del Señor que, aun teniendo grandes conocimientos, fracasan por falta de tacto; buenos quizá para ver, pero malos para tocar; y un mal toque, en lugar de curar una llaga, la infecta todavía más.

VII. Es de esperar que las palabras y las acciones de los hombres estén de acuerdo con lo que los hombres son. En efecto:

1. El corazón, lo que expresa el carácter de una persona, es como el árbol; y las palabras y acciones son los frutos (vv. Luc 6:43-44). Si un hombre es bueno, aun cuando su fruto no llegue a ser abundante y aun cuando, a veces, parezca sin fruto, como un árbol en invierno, no dará, sin embargo, frutos corrompidos; aun cuando no haga todo el bien que de él podría esperarse, no dará de sí el mal que podría temerse; si es incapaz de corregir las malas costumbres, al menos no corromperá las buenas costumbres (v. 1Co 15:33). Pero si el fruto que un hombre da es de mala calidad, podemos estar seguros de que el árbol no es de buena calidad, quizá produzca hojas verdes (comp. con Mat 21:19), pero no servirá sino como pretexto de la carencia de fruto.

2. El corazón es también como un cofre, y las palabras y las acciones son como el tesoro que el cofre encierra (v. Luc 6:45).El corazón es en este otro símil, como el receptáculo en que se contienen los criterios o principios de juicio, y los motivos o principios de acción. Cuando una persona tiene en su corazón el amor a Dios y a sus prójimos, alberga un gran tesoro para enriquecer a otros y a sí mismo, pues el hombre es rico, no por lo que tiene, sino por lo que es; pero cuando en el corazón predomina el amor a las cosas mundanas y carnales, al «yo» en una palabra, entonces de ese corazón está saliendo constantemente lo malo; «porque de lo que rebosa el corazón habla su boca». La boca está directamente conectada con el corazón. Es cierto que a un buen hombre se le puede escapar una mala palabra y, viceversa, a un mal hombre le puede salir de la boca algo bueno; pero, como regla general, el corazón es lo que son las palabras: vano o serio; perjudicial o útil; destructor o edificante; por consiguiente, nos interesa grandemente tener el corazón lleno, no sólo de bien, sino de la abundancia del bien.

VIII. No es suficiente oír las palabras de Jesús; es necesario también ponerlas por obra.

1. Llamar a Jesús «Señor, Señor» es afrentarle, si no estamos dispuestos a obedecerle, pues equivale a decirle en burla: «Salve, rey de los judíos» (Mar 15:18), ya que la boca va por una parte y el corazón va por otra.

2. También equivale a engañarnos a nosotros mismos el pensar que por oír las palabras de Cristo vamos a ir al Cielo sin tener que ponerlas por obra. Esto lo ilustra el mismo Jesús con un símil (vv. Luc 6:47-49) que nos muestra.

(A) Que sólo aquellos que vienen a Cristo como a Señor a quien obedezcan y no solamente como a Maestro a quien oigan edifican sólidamente para su alma y para la eternidad, pues son como una casa edificada sobre la roca. Estos son los que excavan y ahondan a fin de poner fundamento seguro en la roca que es Cristo, personas de humildad y profundidad, donde sobre la fe se levantan excelentes materiales (v. 2Pe 1:5.). Éstos son sabios y prudentes, pues (a) se conservarán íntegros en tiempos de tentación y persecución; mientras otros caigan a diestra y siniestra, ellos se mantendrán firmes en el Señor (Flp 4:1); (b) guardarán la calma, la paz, la esperanza y el gozo en medio de las mayores aflicciones. Las inundaciones y los torrentes pueden ser símbolo de las tentaciones y de las aflicciones que toda vida humana puede experimentar, pero culminan en la hora final cuando al moribundo no le queda ya ningún asidero en las cosas de este mundo. Es entonces cuando la buena construcción se pone especialmente a prueba; (c) la eternidad feliz de los tales está asegurada puesto que son «guardados por el poder de Dios, mediante la fe, para alcanzar la salvación» (1Pe 1:5), «y no perecerán jamás» (Jua 10:28).

(B) En cambio, los que se contentan con un mero oír de las palabras de Cristo, y no de vivir según ellas, están abocados a un desengaño fatal e irremediable, pues son imprudentes y locos como un hombre «que edificó una casa encima de la tierra sin cimientos», la cual no pudo resistir el embate del torrente, sino que «al instante se derrumbó, y fue grande la ruina de aquélla casa». Esta casa pudo ser más espaciosa, y hasta más hermosa, que la otra, pues el albañil no tuvo que gastar tanto tiempo ni tanto dinero en excavar y ahondar como lo hizo el primero, pero al venir la muerte, cuando pasa rápida la hermosura de este mundo por muy ostentosas que sean las apariencias, la ruina es muy grande. Dice Bliss, citando a Godet: «Tan sólo un alma perdida es una ruina grande a los ojos de Dios» (v. el magnífico comentario de Bliss a este versículo). Interpretar esta porción, lo mismo que Mat 7:24-27, como si Jesús se refiriera a la fe, y no a la obediencia, es un grave error que muchos predicadores y comentaristas cometen, error que puede contribuir a fomentar en los oyentes la formación de una fe muerta en sí misma (Stg 2:17).

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