Marcos 8:27 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Ya hemos visto lo suficiente de la doctrina que Cristo predicó y de los milagros que llevó a cabo. Es hora de hacer una pausa y ponderar lo que todo esto significa. ¿Qué pensamos de todo ello? ¿Se han escrito estas cosas solamente para entretenernos, o para proveernos de materia sobre la que meditar? Ciertamente, «estas cosas se han escrito para que creamos que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios» (Jua 20:31). Tres cosas son las que aquí se nos enseñan como para ser inferidas de los milagros que Cristo obró.

I. Esos milagros demuestran que es el Hijo de Dios y el Salvador del mundo; ésta es la fe que profesan aquí Sus discípulos, quienes fueron testigos de vista de tales milagros.

1. Cristo les pregunta: «¿Quién dicen los hombres que soy yo?» (v. Mar 8:27). Aunque importa poco lo que los hombres piensen de nosotros, nos hace bien a veces saber lo que la gente dice de nosotros, no para buscar nuestra propia gloria, sino para percatarnos de los defectos que no acertamos a ver en nosotros.

2. El informe que los discípulos le dieron, y que reflejaba la elevada opinión que la gente tenía de Cristo. Aun cuando no llegaban al conocimiento pleno de la personalidad de Jesús, estaban, sin embargo, convencidos, por los milagros que hacía, de que era un personaje extraordinario, con una comisión muy especial de parte de Dios. Ninguno de los encuestados respondió que era un impostor, sino que era Juan el Bautista, o Elías u otro cualquiera de los antiguos profetas (v. Mar 8:28). Todos coincidían implícitamente en que era un profeta resucitado de entre los muertos.

3. Cristo les pide entonces a los discípulos que expresen ellos su propia opinión al respecto: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?» (v. Mar 8:29). Aquí, como en Mat 16:16, Pedro se adelanta a responder por todos ellos: «Tú eres el Cristo», el Mesías tan prometido y esperado. Esto es lo que sabían bien y habían de mantener y publicar más tarde; pero, por ahora, habían de guardarlo en secreto (v. Mar 8:30), hasta que la suprema prueba de Su resurrección se hubiese llevado a cabo, y ellos estuviesen capacitados por el Espíritu para entenderla y proclamarla.

II. Pero estos milagros parecían quitar «el escándalo de la cruz» (Gál 5:11), pues nos presentan a Cristo como Conquistador, no como el Siervo Sufriente, el gran Sustituto por nuestros pecados. Por eso, ahora que los discípulos están convencidos de que Jesús es el Mesías, es preciso que consientan en oír de Sus padecimientos (v. Mar 8:31).

1. «Y comenzó a enseñarles que el Hijo del Hombre debía padecer mucho.» Aunque habían superado el error común de una inmediata instauración del reino mesiánico, en el que Cristo había de libertarles del yugo de los romanos por medio de la fuerza, todavía esperaban una inmediata restauración del Reino a Israel (Hch 1:6). Pero Cristo quiere sacarles de este error, diciéndoles que va a «ser rechazado por los ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, ser condenado a muerte y resucitar a los tres días». Les dijo esto «con toda franqueza» (v. Mar 8:32). No les doró la píldora, como suele decirse, ni arropó la realidad con expresiones ambiguas. No hablaba como quien está aterrorizado por lo que le va a suceder, sino con la misma naturalidad con la que esperaba que ellos recibieran la noticia. Podía hablar de esta manera tan franca porque sabía que debía morir, pero «nadie le quitaba la vida, sino que Él la ponía de Sí mismo», en gozosa sumisión a la voluntad del Padre (Jua 10:18).

2. Pedro se opuso a ello: «Entonces Pedro le tomó aparte y comenzó a reprenderle» (v. Mar 8:32). Aquí mostró Pedro más amor que discreción; celo por Cristo pero no conforme a conocimiento. Le tomó aparte, como si fuese a pararle los pies y a impedir que llevase a cabo lo que acababa de anunciar. No era el lenguaje de la autoridad, sino el del afecto. Es cierto que Jesús permitía a Sus discípulos que se sintieran libres con Él, pero Pedro se pasó de la raya en esta ocasión.

3. Pero inmediatamente fue Cristo quien reprendió a Pedro en presencia de los demás: «volviéndose y mirando a sus discípulos» (v. Mar 8:33), para ver si los demás estaban de acuerdo con lo que Pedro decía, dijo a Pedro: «¡Quítate de mi vista, Satanás!» Poco se figuraba Pedro que iba a recibir tan terrible reprimenda, sino que más bien pensaría que el Señor le iba a alabar ahora por su amor como antes le había alabado por su fe. Cristo sabe de qué espíritu somos, aun cuando no lo sepamos nosotros mismos. (A) Pedro habló como quien no entendía correctamente los designios de Dios. Pensaba que la muerte de Cristo era un martirio innecesario que a toda costa había de ser impedido. No se percataba de que la muerte de Cristo era necesaria para la gloria de Dios, la destrucción de Satanás y la salvación de los hombres pues el Autor y Capitán de nuestra salvación tenía que ser perfeccionado por medio de padecimientos (Heb 2:10). La sabiduría humana es una completa locura cuando pretende poner modo y medida a los planes de Dios. La cruz de Cristo es para unos locura; para otros escándalo. (B) Pedro habló como quien no entiende la naturaleza del reino de Dios. Pensó que era político y material no celeste y espiritual: «no tienes en mente le dice Jesús las cosas de Dios, sino las de los hombres», Pedro mostraba así una mentalidad demasiado «humana». Como dice el profesor Trenchard: «Los hombres no pueden concebir un Reino sino en términos de la fuerza carnal de ejércitos, dinero, sabiduría humana, etc., pero el Señor tenía que enseñar a los discípulos que el Reino no podía venir con poder en un mundo de pecado, sino a través de una muerte expiatoria». Pensar como los hombres en contra de los pensamientos de Dios es un gran pecado y raíz de muchos pecados (v. Isa 55:8) y, por desgracia, es cosa bastante común entre los discípulos de Cristo. Huir de lo que no nos agrada parece lógico al hombre carnal, pero si, para ello, tenemos que huir del deber, resultará al final muy ilógico y necio.

III. Los milagros de Cristo deben estimularnos a todos a seguirle, cueste lo que cueste, no sólo porque son pruebas de Su misión, sino también porque son explicaciones de Su propósito. Y de la misma manera que curaba los cuerpos de cuantos acudían a Él en busca de remedio para sus males físicos, también quería, como buen Médico de nuestras almas, curar nuestros corazones ciegos, sordos, cojos y leprosos, etc. Por eso, «llamó a la multitud, así como a sus discípulos», para que todos escuchasen la importante lección que sigue.

1. No deben tener contemplaciones con la vida del cuerpo, sino que «Si alguien dice quiere venir en pos de mí, niéguese a sí mismo», viva una vida de abnegación, no pretenda ser su propio médico, no satisfaga los deseos de su propio «yo», sino «tome su cruz, y sígame» (v. Mar 8:34). Los que quieran ser sanados por Cristo, han de acudir a Él, conversar con Él, recibir las instrucciones, remedios y dietas que Él les prescriba, y resolverse a no abandonarle jamás.

2. No deben estar solícitos por la vida del cuerpo, cuando no pueden guardarla sin renunciar al Salvador (v. Mar 8:35). ¿Nos invitan las palabras y las obras de Cristo a seguirle? Sentémonos y calculemos el costo, para ver si nos trae más ventajas seguir a Cristo o ir en pos de nuestros propios deseos. Pero tengamos en cuenta que, cuando el diablo quiere apartar de Cristo a los hombres, les propone ventajas efímeras y les oculta lo peor (v. Rom 6:23). En cambio, cuando Cristo nos invita a ir en su seguimiento, no nos oculta las desventajas, sino que nos dice de antemano los problemas y peligros que hemos de arrostrar en el servicio de Dios, porque, a quien es lo bastante sabio para poner imparcialmente en la balanza las ventajas de servirle con los inconvenientes que ello comporta, resulta evidente que «esta leve tribulación momentánea nos produce en una medida que sobrepasa toda medida, un eterno peso de gloria» (2Co 4:17), y «que las aflicciones del tiempo presente no son comparables con la gloria venidera que ha de manifestarse en nosotros» (Rom 8:18). Por tanto:

(A) No debemos temer la pérdida de la vida por la causa de Cristo: «Cualquiera que desee salvar su vida, negándose a seguirle o renegando de Él después de haber hecho profesión de fe cristiana, la perderá», así como toda esperanza de vida eterna; tal será la insensata operación comercial, o compraventa que realizará. En cambio, «cualquiera que haya de perder su vida, que esté dispuesto a perderla cuando no puede conservarla sin negar a Cristo, la salvará», será un inefable ganador. Quienes mueren por la patria o por el rey, reciben alguna clase de recompensa póstuma, con grandes honores y provisión material para sus familiares, pero ¿qué es eso en comparación con la recompensa de la vida eterna que Cristo otorga a cuantos dan la vida por Él?

(B) Lo que de veras hemos de temer es la pérdida de nuestra alma, es decir, la perdición eterna de nuestra persona entera: «Porque, ¿qué provecho hay en que una persona gane el mundo entero, por negar a Cristo, y que pierda su alma?» (v. Mar 8:36). Como dijo el obispo Hooper, la noche anterior a su martirio: «Es cierto que la vida es dulce y la muerte es amarga, pero la muerte eterna es más amarga, y la vida eterna es más dulce». En efecto, «¿qué puede dar el hombre a cambio de su alma?» (v. Mar 8:37). La ganancia de todo el mundo con pecado, no es bastante para contrarrestar la ruina del alma por el pecado. El dinero puede comprarlo todo en este mundo menos la vida misma; ¡cuánto menos podrá comprarse con todo el oro del mundo la eternidad!

(C) El Señor termina diciendo lo que hacen los hombres para salvar su vida y ganar el mundo, a costa de su alma y de la eternidad: «Porque quienquiera que se avergüence de mí y de mis palabras, en medio de esta generación adúltera y pecadora, el Hijo del Hombre también se avergonzará de él» (v. Mar 8:38). La desventaja en que la causa de Cristo se halla en este mundo es que hay que mantenerla y profesarla en medio de una generación adúltera y pecadora. Hay épocas y lugares en que el pecado abunda más que en otros tiempos y lugares, como ocurrió en tiempo de Cristo; en tales circunstancias, la causa de Cristo encuentra tal oposición, tantos ataques y tan fiera persecución, que quienes la profesan están expuestos al desprecio, al ridículo, al ostracismo y aun a la muerte. Y hay muchos que, aun reconociendo que la causa de Cristo es justa y digna, se avergüenzan de ella; con lo cual, se avergüenzan de Cristo; no pueden aguantar el desprecio, la burla o la persecución y, por consiguiente, reniegan de su profesión cristiana. Pero llegará un día en que la causa de Cristo se manifestará tan espléndida e ilustre cuanto ahora aparece como despreciable y sin importancia. Y no compartirán entonces la gloria de Cristo quienes ahora no están dispuestos a llevar el vituperio de Cristo (Heb 11:26; Heb 13:13).

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