Mateo 11:25 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Ahora Jesús se vuelve hacia el Padre para darle gracias de que las mismas enseñanzas suyas que habían sido menospreciadas y rechazadas por los maestros de la Ley e intérpretes oficiales de las Escrituras, fuesen reveladas a los humildes e ignorantes que, en comparación de aquellos, eran como niños.

I. En aquel tiempo, a raíz de lo anterior tomando Jesús la palabra (lit. respondiendo, modismo hebreo mediante el cual se expresa que, aun sin pregunta previa, alguien «responde» a una actitud o circunstancia particular; en este caso, a las tristes verdades que acaba de proclamar) dijo (v. Mat 11:25). Con estos pensamientos Jesús encuentra un refrigerio para su dolor; y, para añadirle nuevo consuelo los expresa en forma de acción de gracias. Cuando sólo vemos en torno nuestro actitudes desalentadoras, podemos obtener ánimo y consuelo grandes al dirigir nuestra mirada hacia arriba, donde nuestro Padre está en su trono. Te alabo, Padre. El verbo griego comporta las ideas de estar de acuerdo con algo (aquí, con la santidad del método divino), así como de alabanza y gratitud, resultantes de dicho reconocimiento. La alabanza y la gratitud deben constituir el primer móvil de nuestras oraciones al par que la mejor respuesta a pensamientos oscuros e inquietantes, pues lanzan rayos de luz divina sobre las tinieblas de nuestra perplejidad. Un cántico de alabanza es el mejor remedio para corazones desfallecidos y situaciones sin esperanza (Hch 16:25-26). Cuando no hallemos fácil respuesta a problemas agobiantes, pesares constantes o temores inquietantes, echemos mano de este recurso eficaz: Te alabo, Padre, de que la situación no es tan mala como podría ser. [Al propio Matthew Henry le ocurrió una vez, yendo al culto, que le robaron unos ladrones y, al orar después, dijo: Gracias, Padre: primero, porque podían haberme matado, y sólo me robaron; segundo, porque llevaba poco dinero, y podía haber llevado mayor cantidad, y tercero, porque no fui yo el que robó a otros, sino que fueron otros quienes me robaron a mí Nota del traductor.] Veamos ahora:

1. Los títulos con que nombra a Dios: Padre, Señor del cielo y de la tierra. Siempre que nos dirigimos a Dios tanto en alabanza como en súplica es bueno que le consideremos como Padre. Los favores son doblemente dulces y ensanchan el corazón para alabanza, cuando se reciben como señales del amor del Padre. ¡Qué bien les cae a los hijos ser agradecidos y decir: Gracias, Padre con la misma solicitud con que dicen: Concédeme, Padre! Y, cuando nos dirigimos a nuestro Padre, bueno es recordar que nuestro Padre es el Señor del cielo y de la tierra, pues eso nos ayudará a acudir a Él con reverencia, sin mengua de la confianza, como a quien es poderoso para defendernos de todo mal y de aprovisionarnos de todo bien.

2. El motivo por el que le alaba: Porque ocultaste estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las revelaste a los niños. «Estas cosas» = las enseñadas en el discurso precedente, lo que es para la paz (Luc 19:42). Las grandes verdades del Evangelio eterno han quedado (y quedan) ocultas para muchos que son sabios y entendidos, expertos y letrados según el mundo y las cosas del mundo: El mundo no conoció a Dios mediante la sabiduría (1Co 1:21). Personas que penetran profundamente en los misterios de la naturaleza y en las intrincadas materias de la ciencia y de la política, se muestran ignorantes, indiferentes o totalmente equivocadas acerca de los misterios del reino de los cielos, por no haber experimentado el poder y la verdadera sabiduría que encierran; y mientras esos sabios y entendidos del mundo se quedan en la más terrible oscuridad acerca de las verdades del Evangelio, incluso los bebés (lit. los que no saben hablar) en Cristo, los humildes e iletrados según el mundo, reciben el conocimiento salvífico y el poder santificador de dichas verdades: Las revelaste a los niños (v. Mat 11:25). No fueron los eruditos del mundo los escogidos por Dios para predicadores del Evangelio, sino lo necio del mundo (1Co 1:27; 1Co 2:6, 1Co 2:8, 1Co 2:10). Dios es el que hace la diferencia y el que elige la preferencia de los niños sobre los sabios: Ocultaste estas cosas a los sabios y a los entendidos; a éstos dio facultades, erudición y conocimientos humanos superiores a los de otros, pero se enorgullecieron de eso, confiaron en eso, y no pusieron la mira en las cosas de arriba (Col 3:2). Si hubiesen honrado a Dios con la sabiduría y el entendimiento que tenían, habrían recibido de Él el conocimiento de estas cosas mejores. Él las reveló a los niños, porque Dios resiste a los soberbios, y da gracia a los humildes (Stg 4:6). Es la soberanía de Dios la que interviene en esto, como dijo Jesús: Sí, Padre, porque así te agradó (v. Mat 11:26). Cristo lo atribuye al beneplácito del Padre. Estemos satisfechos de que sea Dios quien escoja el método que le plazca para que Su gloria resplandezca. Nosotros no podemos explicar por qué Pedro un pescador, fue escogido para apóstol del Cordero, en lugar de Nicodemo, el fariseo, jefe y gran maestro de Israel (Jua 3:1-10) aunque también él creyó en Jesús pero así le agradó a Dios. ¡Con cuánta gratitud debemos reconocer este modo que Dios tiene de impartir sus gracias! ¡Cómo hemos de agradecer a Dios que se fijase en nosotros para revelarnos estas cosas! ¡Reveladas precisamente a quienes son menospreciados e ignorados por el mundo! Así se engrandece el favor y el honor que les concede, al ocultar estas cosas a los sabios y a los entendidos, y así brillan con mayor esplendor el poder y la sabiduría de Dios (v. 1Co 1:27, 1Co 1:31).

II. A continuación, Cristo hace a todos una generosa oferta de los beneficios del Evangelio. Veamos:

1. El solemne prefacio que da paso a esta invitación. Cristo expresa en Él Su autoridad y presenta Sus credenciales (v. Mat 11:27). Dos cosas son de notar aquí:

(A) Su comisión de parte del Padre: Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre (comp. Mat 28:18); en este caso, todo lo que pertenece a la instrucción religiosa de los hombres (Jua 16:15). Él ha sido autorizado como Mediador entre Dios y los hombres para llevar a cabo la obra de la redención (1Ti 2:5), para impartir paz y salvación a una humanidad apóstata, y para declarar en lenguaje humano lo que nadie vio jamás, ni puede ver, del amor y del carácter santo de Dios (Jua 1:18; 1Ti 6:16). El Hijo nos reveló el amor del Padre, y el Espíritu nos hace saber las cosas del Hijo (Jua 16:14). En Él están escondidos todos los tesoros de la sabiduría y del conocimiento (Col 2:3). Todos los tesoros y todos los poderes están en sus manos; Él es el Señor que lo llena todo (Efe 4:10). Esto nos anima a llegarnos a Cristo, pues Él está comisionado para recibirnos tal como somos, con nuestra miseria, con nuestra ignorancia, con nuestros pecados y darnos cuanto necesitamos y puede satisfacernos por completó. Dios le ha constituido el gran Árbitro divino-humano. Por la obra llevada a cabo en la cruz del Calvario, ya hay entre nosotros árbitro que ponga su mano sobre nosotros dos (Dios y yo), sobre Dios porque es Su igual (Jua 5:18; Jua 10:30, Jua 10:33); sobre nosotros porque es nuestro semejante (Heb 2:17; Heb 4:15) y nuestro pariente más próximo (Rom 8:29); así se quita de sobre mí la vara de la ira de Dios, y su terror no me espanta (Job 9:33-34). Todo lo que tenemos que hacer nosotros es estar de acuerdo con su arbitraje, y quedar satisfechos con lo que satisfizo al Padre: la obra del Calvario.

(B) Su intimidad con el Padre: Nadie conoce perfectamente al Hijo, sino el Padre, y ninguno conoce perfectamente al Padre sino el Hijo. Si el conocer sigue al querer obedecer (Jua 7:17), y el obedecer al amar (Jua 4:34; Jua 5:20; Jua 15:10), sólo el Hijo que eternamente está en el seno del Padre, en el centro de los secretos divinos, como Verbo con que el Padre expresa cuanto Dios es y hace (Jua 1:1-2, Jua 1:18; Jua 14:9; Col 2:9; Heb 1:2-3) puede conocer bien al Padre. Al ver a Dios en Cristo, el amor y la fidelidad, la gracia y la verdad de Dios se hacen patentes y palpables (1Jn 1:1). ¡Cómo se manifiesta así el gran amor de Dios! (Jua 3:16; Jua 5:8; 1Jn 3:1; 1Jn 4:9-11, 1Jn 4:16-19). Tiene que servirnos de enorme consuelo y estímulo saber que, conociéndose tan perfectamente el Padre y el Hijo, los dos se entendieron y se pusieron de completo acuerdo en esta maravillosa revelación, como estuvieron de acuerdo al crear al hombre (Gén 1:26) y al redimirlo (2Co 5:19). Entre los hombres, siempre se puede temer la ruptura de los contratos y el abandono de las medidas tomadas para cumplirlos; pero en esto, no es de temer que haya ruptura ni falte el auxilio (Rom 8:32-39). Jesús añade: Y aquel a quien el Hijo resuelva revelarlo (v. Jua 15:15; Jua 17:26). Los misterios de Dios sólo se conocen por exégesis del Hijo (Jua 1:18; ese es el verbo griego) y eiségesis del Espíritu Santo (Jua 16:13; gr. hodegesei = «abrirá el camino» de la verdad). La felicidad eterna del hombre consiste en este conocimiento de Dios (Jua 17:3). Y cuantos deseen adquirir este dichoso conocimiento deben acudir al Señor Jesucristo porque la luz del conocimiento de la gloria de Dios resplandece en la faz de Jesucristo (2Co 4:6).

2. La oferta misma que nos hace, y la invitación a aceptarla. Para ser salvos y sanos, somos invitados a recibirle como al Señor Jesús, Cristo (Rey, Sacerdote y Profeta), como dice Pablo en Col 2:6Col 2:6.

(A) Hemos de llegarnos a Jesús como a nuestro Reposo, para depositar en Él el peso de nuestras cargas y descansar en Él: Venid a mí todos los que estáis fatigados y cargados (v. Mat 11:28). Vemos aquí la condición de las personas invitadas: todos los fatigados y cargados. La fatiga denota un esfuerzo prolongado; la carga, el peso de algo que nos abruma. Los maestros de La Ley fatigaban y cargaban con los innumerables preceptos que imponían, imposibles de soportar (Mat 23:4; Hch 15:10). Jesús vino a aliviar nuestra fatiga y a descargarnos del peso de la Ley, pues su mandamiento (Jua 13:34; 1Jn 3:23) no es gravoso (1Jn 5:3). ¡Qué dulce suena esta voz al oído de todo mortal! Pero hay un peso especial, que produce no sólo fatiga, sino ansiedad insoportable: el del pecado, por el cual gravita sobre nuestra cabeza la ira de Dios (Rom 1:18). Quien no está en paz con Dios (Rom 5:1), no puede tener verdadero reposo en su conciencia; por mucho que se esconda, será hallado (Gén 3:8-9) y no habrá quien le libre de la mano de Dios (Deu 32:39). El que se reconoce cargado con este peso, y acude a Jesús en busca de alivio, tendrá perdón y paz. Como alguien ha escrito: «¿Tienes miedo de Dios? ¡Échate en sus brazos!» Pero es necesaria esta convicción de pecado, porque el Paráclito, antes de confortar, tiene que convencer (Jua 16:8). Entonces viene la invitación: Venid a mí. Vemos pues, que Jesús tiene en su mano el cetro de oro a fin de que podamos tocar la punta del cetro y vivir (Est 4:11; Est 5:2). Por ello, no sólo deben los pecadores ir a Jesús, sino que es del mayor interés para ellos hacerlo; y, con los pecadores, todos los fatigados y cargados con las labores y aflicciones de esta vida. Pero, como exigen los médicos y los abogados, hemos de acudir a Él para que nos salve y alivie según su plan y siguiendo sus prescripciones, ya que Él es nuestro Médico (Luc 4:23; Luc 5:31) y nuestro Abogado (1Jn 2:1). La bendición prometida a los que acudan a Él es: Y yo os haré descansar. El pronombre yo es enfático en el original, como contrapuesto a todos los que prometían (y prometen) descanso con sus normas y enseñanzas humanas, pero son incapaces de dar el verdadero descanso. ¡Cómo no va a descansar el que se sabe salvo en sus manos (Jua 10:28) y seguro en su corazón (Jua 15:9-11)! Pero el descanso supone labor, y el descargo, la carga. A Cristo no puede acudir ni el indolente ni el impaciente. El cuarto mandamiento del Decálogo tiene dos partes: primera, «seis días trabajarás, y harás toda tu obra»; segunda, «mas el séptimo es sábado (reposo) para Jehová tu Dios». Ambas cosas están mandadas, pero pocos son los que recuerdan la primera parte, si bien todos tienen bien presente la segunda.

(B) Hemos de llegarnos a Jesús como a nuestro Gobernador y someternos a Él: Llevad mi yugo sobre vosotros (v. Mat 11:29). El descanso que Cristo promete no es una incitación a la holgazanería, ni una licencia para el pecado, sino un estímulo para el servicio de Dios a quien servir es reinar (v. Apo 22:3, Apo 22:5). Cristo tiene un yugo para el cuello, lo mismo que una corona para la cabeza (Apo 3:11; 2Ti 4:8). El llamar a los que están fatigados y cargados, para invitarles a llevar un yugo, parece a primera vista añadir aflicción al afligido, pero la solución está en el adjetivo posesivo mi, como si dijese: «Estáis bajo un yugo que no podéis soportar, ¿por qué no probáis el mío?» Es un yugo de Cristo; Él lo ha designado; como buen carpintero, Él lo ha hecho, como buen maestro Él lo ha llevado primero, aprendiendo obediencia mediante el sufrimiento (Heb 5:8); y nos ayuda a llevarlo mediante su Espíritu, el cual nos ayuda en nuestra debilidad (Rom 8:26). Renunciar al yugo es dar de mano a la obra de Dios.

Comoquiera que este punto del yugo y la carga es el más difícil de la presente lección del Maestro, Jesús añade dos cualificaciones suavizadoras: Porque mi yugo es cómodo, y mi carga ligera (v. Mat 11:30). Como si dijese: «No os asustéis por eso; el yugo que yo os voy a imponer es cómodo, está tan apto y ajustado a vuestro cuello, que no os va a producir herida ni rozadura; al contrario, os va a servir de alivio, porque es un yugo forrado de amor». Así son todos los preceptos de Cristo, pues todos están resumidos en esa palabra: amor. «Ama, y haz lo que quieras escribió Agustín , porque si en ti está el verdadero amor, de esa raíz tan buena no puede brotar fruto malo». Hay pesos que abruman, y hay pesos que permiten volar; si las alas del avión fuesen de papel, no podría el aparato remontarse ni permanecer en el aire. Al principio, ese yugo puede parecer pesado, pero se hace ligero a medida que se avanza en la obra de la fe, el trabajo del amor y la constancia en la esperanza en nuestro Señor Jesucristo (1Ts 1:3). El peso de la cruz sólo se hace sentir cuando no está sacada del mismo madero en que Jesús fue clavado; por eso, hay que participar de sus padecimientos para participar de su gozo (Col 1:24). Por eso también, Pablo consideraba ligera la tribulación presente, frente al eterno peso de gloria que el la produce (2Co 4:17), ya que entre ambas no cabe comparación en cuanto al «peso específico» (Rom 8:18).

(C) Hemos de llegarnos a Jesús como a nuestro Maestro y matricularnos en su escuela para aprender sus lecciones (v. Mat 11:29). Cristo ha levantado una gran escuela y nos ha invitado a ser sus alumnos. Debemos entrar en su escuela, asociarnos a sus alumnos y asistir diariamente a las lecciones que nos da mediante su Palabra y su Espíritu. De este modo hemos de aprender de Cristo y aprender a Cristo (Efe 4:20), pues Él es, al mismo tiempo, Maestro y Tema, Guía y Camino, y Todo en Todo y en todos.

Dos razones se nos dan aquí para mostrarnos por qué hemos de aprender de Cristo. Digamos de entrada que el verdadero sentido de la frase no es que aprendamos de Su ejemplo a ser mansos, aunque también esto es cierto, sino que vayamos a Él para aprender, porque Él no es orgulloso y duro como los escribas y fariseos, sino suave y compasivo, humilde y condescendiente, sabedor de nuestra debilidad y, por eso, nos impone un yugo suave y una carga ligera, en contraposición al yugo insoportable que los escribas y fariseos imponían, y las cargas que hacían a otros acarrear, mientras ellos no ponían un solo dedo para tocarlas. La primera razón para asistir a la escuela de Cristo es que Él es manso y humilde de corazón. Es manso, y tiene compasión de los ignorantes. Muchos maestros, aunque son competentes y hábiles para enseñar, se enfadan y pierden la paciencia, lo cual desanima grandemente a los alumnos poco brillantes y tardos para comprender; pero Cristo sabe aguantar a los tales y tomarse tiempo para explicarles la lección (v. Luc 24:25-27). Es también humilde de corazón, y condesciende a enseñar a los pobres y a los principiantes. Explica las «primeras letras», que son como la leche para los bebés, y se adapta a los que poseen poca capacidad para aprender. ¡Cómo anima hacerse alumno de un Maestro como Él! La segunda razón es que, al ser alumnos de Cristo, hallaremos descanso para nuestras almas. El descanso del alma es el reposo más deseable. El único camino seguro para hallar verdadero descanso del alma es sentarse a los pies de Jesús y escuchar sus palabras de vida eterna (Jua 6:68). El entendimiento encuentra descanso en el conocimiento de Dios y de Jesucristo; el sentimiento halla descanso en el amor de Dios y de Cristo, pues este amor comunica una satisfacción abundante e inefable; y la voluntad encuentra descanso en la amorosa providencia de Dios, que obra en todas las cosas a fin de que todas cooperen para nuestro bien (Rom 8:28). Paz y seguridad para siempre (1Ts 5:3) están destinadas para los que resuelven hacerse alumnos de Cristo.

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