Mateo 15:21 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Famoso episodio de arrojar el demonio de la hija de una mujer cananea; este relato contiene detalles singulares, sorprendentes y conmovedores, que arrojan una luz favorable para los pobres y despreciados gentiles, y un anticipo de la misericordia que Cristo tenía en reserva para ellos. Aquí se observa un rayo de aquella luz que había de revelarse a los gentiles (Luc 2:32).

I. Saliendo Jesús de allí (v. Mat 15:21). Con toda justicia les es quitada la luz a los que juegan con ella o se rebelan contra ella. El Señor tiene paciencia y ha soportado (y soporta) tal contradicción de pecadores contra sí mismo (Heb 12:3), pero el menosprecio de esa paciencia sólo sirve para atesorar ira para el día de la ira (Rom 2:5) ¡Cuidado! No os dejéis engañar; de Dios nadie se mofa, pues todo lo que el hombre siembre, eso también segará (Gál 6:7). Cuando una persona se obstina en sus prejuicios contra el Evangelio, y busca excusas o dilaciones para rendirse al Señor, provocan a Cristo a retirarse de allí.

II. Una vez que salió de allí, se retiró a la región de Tiro y de Sidón. Por Mar 7:31, vemos que Jesús, por esta vez salió de los límites de Palestina, para entrar en territorio de Fenicia, aunque no llegase a las ciudades mismas, sino a partes colindantes con el territorio de Israel. Por aquí vemos que, por dondequiera que pasaba, aun fuera de las fronteras de la nación judía, pasaba haciendo el bien. El carácter de una persona no se descubre por el lugar en que actúa, sino por la constancia con que obra. Se ha dicho muy bien que, en tierra de buena gente, no es difícil aparecer como buena persona, pero el carácter del hombre recto se muestra mejor cuando el lugar en que vive está lleno de corrupción (v. 2Pe 2:7-8). En este lugar fue donde Jesús llevó a cabo uno de sus más estupendos milagros. Respecto del cual, obsérvese:

1. Cómo se dirigió a Cristo esta mujer cananea (v. Mat 15:22). Esta mujer, al ser gentil, estaba excluida de la ciudadanía de Israel (Efe 2:12), pero Dios tiene un «remanente» en todas las naciones, en las regiones y en las islas más remotas, vasos de elección donde menos podría imaginarse. Si Cristo no hubiese hecho una visita a esta región, es probable que esta mujer nunca habría tenido la oportunidad de un encuentro con Jesús. ¡Cuán agradecidos hemos de estar a Dios de que un día le hallamos sin buscarle (Rom 10:20), de que un día se introdujo, por la acción de Su Espíritu, dentro de nuestro territorio, cuando nosotros no pensábamos adentrarnos en el Suyo! Esta mujer se dirigió a Jesús gritando, como alguien que pide socorro con urgencia.

(A) Le expuso así lo miserable de su caso: Mi hija es gravemente atormentada por un demonio. Los tormentos de los hijos son la aflicción de los padres. Los padres que aman tiernamente a sus hijos, sienten como en propia carne las miserias de quienes son como parte y prolongación de ellos mismos. Viene a decir: «Aunque está endemoniada, es mi hija». Las peores aflicciones que puedan atormentar a nuestros familiares, no disuelven los lazos que nos unen a ellos y, por consiguiente, no deberían debilitar el afecto que les debemos. Fue precisamente la desgracia de un familiar, lo que llevó a esta mujer a su encuentro con Cristo. Esto se repite a menudo (v. Ecl 7:2). Y como ella se llegó a Jesús con fe, Él no la rechazó (Jua 6:37). La aflicción no ha de apartarnos de Cristo; al contrario, es en la necesidad cuando más hemos de acercarnos a Él.

(B) Con fe y reverencia, le demandó compasión: ¡Señor, Hijo de David ten compasión de mí! No es que limite la acción de Cristo, pero es compasión lo que le pide. No tiene otra cosa a la que apelar: derechos, méritos o esfuerzos, sino que depende únicamente de su misericordia («Tal como soy …» escribió Carlota Elliot en su famoso himno). Los favores hechos a los hijos son como hechos a los padres, los favores hechos a los nuestros son favores hechos a nosotros. Por otra parte, es un deber de los padres orar por sus hijos, orar por ellos con fervor y constancia, especialmente cuando se descarrían de los caminos del Señor; llevarlos al Señor en oración, con fe y con lágrimas, pues Él es el único que puede sanarlos y traerlos al buen camino. Cuando Agustín de Hipona iba todavía por el camino del vicio y de la perdición, su santa madre Mónica expuso al obispo de Milán, Ambrosio, la aflicción de su alma por el estado espiritual de su hijo. Después de escucharla le dijo Ambrosio: «Ten confianza, mujer, no puede perderse el hijo de tantas lágrimas». Si hubiese muchos padres que de manera semejante implorasen la ayuda del Señor para sus hijos, no habría tantos jóvenes encenagados en el vicio.

2. La forma tan desalentadora con que Cristo la trató al principio: Pero Jesús no le respondió palabra (v. Mat 15:23). En todo el relato del ministerio del Señor, no nos encontramos con nada semejante, pues era su costumbre acoger y animar a cuantos se llegaban a Él, respondiendo antes que llamaran, y oyendo cuando aún tenían la palabra en los labios; pero a esta mujer la trata de modo muy diferente; ¿cuál puede ser la razón? «Fuerte contraste dice Broadus ; ella clama; Él guarda silencio absoluto.» La razón la da Jesús más adelante. Cristo la trató de esta manera para probar su fe; Él conoce lo que hay en el corazón, y sabía que la fe de esta mujer era fuerte y, con la gracia de Dios, superaría el obstáculo que este silencio suponía, ya que la prueba de la fe, mucho más preciosa que el oro, resulta en alabanza, gloria y honra (1Pe 1:7). Muchos de los métodos de la providencia de Cristo, y especialmente de su gracia, en el modo de conducirse con sus hijos, y que resultan oscuros y producen perplejidad, pueden explicarse si tomamos como clave de solución el presente relato. Puede haber amor en el corazón de Cristo aun cuando el ceño de su rostro esté fruncido.

Obsérvense los detalles particulares que contribuían a desalentar a esta mujer:

(A) Cuando ella gritó, Jesús no le respondió palabra (v. Mat 15:23). Los oídos de Jesús estaban siempre abiertos y atentos a los clamores de los pobres que le suplicaban ayuda, pero se hizo el sordo a esta mujer; así que ella no pudo conseguir, al principio, ni ayuda ni respuesta. Pero Cristo sabía lo que hacía y, por eso, no le contestó, para que ella intensificara el anhelo de su oración. De este modo, al aparentar retirarle el favor que ella deseaba, estaba apremiándola a insistir con mayor pertinacia. No toda oración aceptada es una oración inmediatamente contestada. A veces, parece que Dios no hace caso de las oraciones de los suyos, pero lo hace para probar y, así, mejorar la fe de ellos.

(B) Cuando los discípulos intercedieron a favor de ella, Jesús les explicó por qué no le contestaba, lo cual era todavía más desalentador.

(a) Algún alivio había en que los discípulos intercedieran por ella: Dile que se vaya, porque viene gritando detrás de nosotros. Por la respuesta de Jesús, vemos que los discípulos no pretendían que Jesús la despidiera sin prestarle ninguna ayuda, puesto que no era esto lo que Jesús acostumbraba hacer, sino que le concediera presto la ayuda que ella reclamaba, a fin de que no continuara llamando la atención con sus gritos. Al no entender el silencio de Jesús, ellos veían el caso desde el punto de vista de su propia conveniencia más que de la necesidad de la pobre mujer. Por eso, vienen a decir: «Dile que se vaya satisfecha, porque viene gritando detrás de nosotros, molestando y llamando la atención». La importunidad insistente puede cansar a los hombres, incluso a los hombres buenos; pero a Cristo le agrada que se le siga implorando a gritos.

(b) La respuesta de Cristo a sus discípulos parecía acabar del todo con las esperanzas de la mujer: No he sido enviado sino a las ovejas perdidas de la casa de Israel (v. Mat 15:24). Dios había estado preparando pacientemente al pueblo de Israel, del que había de salir el Redentor, para que le acogiesen cuando Él viniese, escuchasen y recibiesen Sus enseñanzas y fuesen así un pueblo misionero, bien equipado para extender el Evangelio por todo el mundo. Pero los suyos no le recibieron (Jua 1:11), y el rechazo masivo del pueblo judío provocó el importante cambio de rumbo que se advierte en Hch 13:46 (aunque la explicación completa se halla en Rom 11:1-36). Fiel al propósito divino, Jesús se limitó así a instruir a las ovejas de Israel. Por eso, no sólo no responde a esta mujer, sino que arguye en contra de ella, y da una razón convincente. Es una prueba muy difícil la que sufre una persona cuando parece tener ciertas razones para dudar de si es una de las ovejas que Cristo ha venido a buscar. Pero, bendito sea Dios, porque no hay motivo para semejante duda; Jesucristo se dio a sí mismo en rescate por todos (1Ti 2:6). Luego, también por ti y por mí. En el caso presente, vemos cómo la persistencia en clamar vence a las buenas razones del hombre más sabio (comp. Luc 18:1-8).

(C) Cuando la mujer se acercó a Jesús e insistió en su petición, postrada ante Él en adoración, Él insistió en su rechazo, y añadió a la repulsa un reproche humillante: No está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perrillos (v. Mat 15:26). Jesús no se refiere a los perros callejeros, sino a los perrillos domésticos o «falderos», como indica el término griego. Esta respuesta de Jesús parecía cerrarle todas las puertas de la esperanza, y la habría llevado a la desesperación, si no hubiese tenido una fe tan grande. La gracia del Evangelio y las curas milagrosas que la testificaban, eran hasta entonces pan de los hijos, de Israel, y no estaban al mismo bajo nivel que las lluvias del cielo y estaciones del año fructíferas, comunes con las gentes a las que, en las generaciones pasadas, Dios había dejado andar en sus propios caminos (Hch 14:16-17), sino que eran favores especiales apropiados para un pueblo especial de su peculio. Los gentiles eran tenidos por los judíos en gran desprecio, llamados y contados como perros. Jesús sabía que no había llegado aún la hora en que, mediante el derramamiento de su sangre se derribaría la pared intermedia de separación, para que en un solo cuerpo, la Iglesia, judíos y gentiles participasen conjuntamente de la gracia del Evangelio (1Co 12:13; Gál 3:28; Efe 2:11-22).

(D) Esto es lo que Cristo arguye contra esta mujer cananea: «¿Cómo puede esperar ella comer del pan de los hijos, cuando no pertenece a la familia?» Por aquí vemos que Cristo humilla primero y provoca el sentimiento de la propia indignidad y vileza, a los que Él quiere elevar a un honor especial. Debemos vernos primeramente como perros, indignos de la menor de las gracias divinas, antes de ser admitidos a los grandes favores y privilegios que ellas comportan. Cristo gusta de ejercitar la fe grande con pruebas grandes y, a veces, reserva las pruebas más duras para el final, a fin de que, probada la fe con fuego, resulte mucho más preciosa que el oro (1Pe 1:7).

3. Más de uno, con una prueba tan fuerte, se habría hundido en el silencio o habría estallado en lamentos o improperios: «¡Vaya un consuelo para una mujer afligida!» podía haber dicho . «Más me valía haberme quedado en casa. No sólo no me hace caso, sino que me llama perra; ¿este es el Hijo de David? ¿El que tiene tanta fama de amable, tierno y compasivo? No soy un perro, soy una mujer, una mujer honesta y desgraciada. Estoy segura de que no es decoroso llamarme perra.» Pero un alma humilde y creyente, que de veras ama a Cristo, echa siempre a buena parte todo lo que Él dice y hace, y saca de ello las mejores consecuencias; así esta mujer se abre paso por entre todas las circunstancias desalentadoras:

(A) Con un deseo anhelante de proseguir en su petición. Esto se vio ya después de la primera repulsa de Cristo, pues ella vino y se postró ante Él, diciendo: ¡Señor, socórreme! (v. Mat 15:25). A la segunda repulsa, ella continuó suplicando. Las palabras de Cristo hicieron callar a los discípulos, pues ya no se nos dice más de ellos; ellos se conformaron con la respuesta de Jesús, pero ella no se conformó; cuanto mayor es la angustia que sentimos en nuestra propia carne, tanto mayor debe ser la insistencia con que hemos de suplicar que el Señor venga en ayuda nuestra. Esta mujer oró cada vez mejor; en vez de querellarse y echarle la culpa a Cristo, toma la misma reprensión de Cristo con toda humildad y, espoleada por su afecto maternal, emplea toda su sagacidad para darle un giro inesperado a su petición y se aprovecha de las palabras de Jesús para reclamar siquiera unas migajas de la compasión del Señor; como si dijese: «Si soy israelita o no, eso no importa; aquí vengo al Hijo de David en busca de misericordia, y no le dejaré hasta que me bendiga» (Gén 32:26). Así luchó Jacob con el ángel; así luchó Jesús en Su agonía de Getsemaní. Hay cristianos que se angustian con dudas sobre su elección, cuando harían mejor en ser más diligentes en hacer el bien (2Pe 1:10) e insistir fervientemente en la oración, y arrojarse a los pies de Cristo y decirle: Si he de morir, que muera aquí (v. Est 4:16). Si no podemos superar nuestra incredulidad con razones, venzámosla con oraciones. ¡Señor, socórreme! es una oración breve y admirable, cuando se dice de todo corazón, y es una lástima que mucha gente tome el nombre de Dios en vano, y diga sin razón alguna: ¡Ay, Dios mío!

(B) Con admirable sagacidad, según hemos apuntado ya anteriormente; la fe y el amor ayudan mucho a la imaginación a encontrar el modo de sacar partido de las situaciones más difíciles. Cristo había comparado a los judíos con los hijos que se sientan como renuevos de olivo alrededor de la mesa (Sal 128:3), y había colocado a los gentiles, como a perrillos, debajo de la mesa. Nada se saca con contradecir a las palabras de Cristo, por duras que parezcan. Esta pobre mujer, ya que no puede objetar nada contra ellas, resuelve sacar de ellas el mejor partido posible: Sí, Señor; pero aun los perrillos comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos (v. Mat 15:27). Como si dijese con toda humildad: «Es cierto, Señor; no lo puedo negar; soy perrilla y no tengo derecho al pan de los hijos; pero del pan que tan liberalmente tú partes a tu pueblo, yo te ruego la curación de mi hija, lo cual es como una migaja de tu compasión y de tu poder; una parte insignificante en comparación con las grandes hogazas que ellos saborean, pero de tanto valor e importancia para mí, por ser migaja de tan precioso pan». Cuando estamos casi ahítos del pan de los hijos, deberíamos acordarnos de tantos que se contentarían con unas migajas. El pan de los privilegios espirituales que disfrutamos, sería para muchas almas un verdadero banquete. La humildad y la necesidad de esta mujer hicieron que se contentase con unas migajas, pero caídas de la mesa de Jesús, bajo la cual son alimentados los perrillos, así como los hijos comen alrededor de ella. Al ser Jesús el amo de esa mesa y al estar debajo de la mesa, ella se considera como un perrillo de Jesús; porque mejor es un día en tus atrios que mil fuera de ellos (Sal 84:10). ¡Cuán bueno es estar en la casa de Dios, aunque sólo sea en el atrio! Quienes son conscientes de no merecer nada son también agradecidos a Dios por todo. Todo lo que viene del Amado tiene gran valor (1Pe 2:7). La fe había estimulado a esta mujer a esperar las migajas, y la humildad la había preparado para contentarse con ellas.

4. El gran éxito que la constancia y la fe de esta mujer le consiguieron. Salió de la prueba consolada y exaltada por Jesús: Oh mujer, grande es tu fe. Jesús exalta la fe de esta mujer cananea como había exaltado la fe de otro gentil, el centurión de Mat 8:10. Ahora es cuando Jesús habla como lo que es, y no disimula su inmensa compasión. Lo que exalta es la fe de esta cananea. La mujer había mostrado otras muchas buenas cualidades en esta ocasión: sabiduría, humildad, mansedumbre, paciencia, y perseverancia en la oración, pero todas ellas eran producto de su fe. Comoquiera que, entre todas las gracias, la que más honra a Cristo es la fe, por eso, la gracia que Cristo honra más es la fe. Jesús exalta esa fe porque era grande. Aunque la fe de todos los creyentes es igualmente preciosa, no en todos tiene la misma fuerza porque no todos los creyentes han alcanzado la misma estatura o madurez espiritual. La grandeza de la fe consiste especialmente en la firme y resuelta adhesión a Jesucristo, para amarle y confiar en Él como Amigo, aun en momentos en que parece que viene contra nosotros como Enemigo. La fe débil, si es verdadera, no será rechazada, es cierto, pero la fe grande, fuerte, no sólo será aceptada, sino también recomendada y exaltada. Jesús, pues, curó a la hija de esta mujer: «Hágase contigo como quieres; no puedo negarle nada; llévate contigo lo que viniste a pedir». Los grandes creyentes se llevan de las manos del Señor cuanto quieren; cuando nuestra voluntad se somete a la voluntad de su precepto, Su voluntad se doblega a la voluntad de nuestro deseo (v. Éxo 32:11-14). Los que no le niegan a Jesús nada, hallarán que tampoco Él les niega nada, aunque a veces parezca que les esconde el rostro por algún tiempo.

Y, tan pronto como Jesús pronunció su palabra, se realizó el milagro: Y su hija quedó sana desde aquel momento. A la palabra, siguió inmediatamente el milagro. La fe de la madre había prevalecido para la curación de la hija.

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