Mateo 18:21 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

Estudio Bíblico | Explicación de Mateo 18:21 | Comentario Bíblico Online

I. Al tomar ocasión del discurso de Jesucristo sobre el perdón del ofensor, Pedro se acerca al Señor y le pregunta: Señor, ¿cuántas veces perdonaré a mi hermano que peque contra mí? ¿Hasta siete veces?

1. Pedro ha entendido bien que hay que perdonar al ofensor, que no hay que guardarle rencor ni pensar en vengarse de él, sino olvidar la injuria y volver a tratarle como amigo.

2. Piensa que ya es más que suficiente perdonarle siete veces número de perfección espiritual (según el Talmud de Babilonia los rabinos limitaban el número a tres veces). Siete veces en total no siete veces al día (Luc 17:4). Hay en nuestra naturaleza corrompida una perversa inclinación a restringirnos en hacer el bien y a pensar que cumplimos sobradamente con nuestros deberes religiosos, especialmente con respecto a perdonar a los demás, y olvidar así cuánto nos ha perdonado Dios.

II. Jesús responde directamente a la pregunta de Pedro: No te digo hasta siete veces, sino aun hasta setenta veces siete (v. Mat 18:22). También podría traducirse setenta y siete veces; pero resulta superflua la alternativa, pues lo que quiere decir Jesús es que hay que perdonar siempre que el ofensor esté en disposición de ser perdonado (Luc 17:4). No hay que llevar, por tanto, la cuenta de las veces que hemos tenido que perdonar a nuestro prójimo. Si Dios llevase una cuenta semejante, estaríamos perdidos. Los hombres no somos tan generosos; de ahí la expresión proverbial de «la gota que colma el vaso» y se acabaron la paciencia y el perdón. ¡Qué difícil resulta a los hombres perdonar! Decimos, a veces: «Lo perdono, pero no lo olvido». ¡Ay, un perdón que no está dispuesto a olvidar no es un perdón verdadero! En cambio, ¡qué consuelo tan grande es saber que nuestro Dios y Padre que, en realidad, no puede olvidar porque lo tiene todo presente (no tiene memoria, porque la memoria es del pasado), para indicarnos lo profundo de su perdón, nos dice que perdona y olvida nuestro pecado, lo pisotea bajo sus pies, lo arroja a lo profundo del mar (Miq 7:18-19), echa a sus espaldas todos nuestros pecados (Isa 38:17), y ¿no es Jesús la espalda del Padre? (comp. Éxo 33:23; Isa 53:6; sobre esa «espalda» cargó nuestro pecado; Jua 14:9; en Él vemos al Padre; Col 2:9). También se nos dice que aleja de nosotros nuestras rebeliones tan lejos como un extremo de la tierra está del otro (Sal 103:12. ¡Cuánto nos ayudaría leer y meditar cada mañana este salmo!) Cuando nos presentamos ante una persona noble a quien ofendimos, nos avergonzamos, aunque nos haya perdonado, temerosos de que se acuerde; sin embargo, cuando nos presentamos ante el trono de la gracia vamos confiadamente (el vocablo significa también libre y osadamente), porque sabemos que Dios no se acuerda de lo mucho que le hemos ofendido. Si consideramos estas verdades de la Palabra de Dios, nos será cada vez más fácil perdonar, hasta que adquiramos el hábito del perdón.

III. Jesús pasa a ilustrar lo que acaba de decir a Pedro, mediante una maravillosa parábola, que viene a ser el mejor comentario de Mat 6:12, Mat 6:14-15. Sólo quienes perdonan a sus prójimos, pueden esperar el perdón de Dios. El que no está dispuesto a perdonar, demuestra que no tiene un corazón regenerado. Tres son los aspectos que hemos de considerar en la parábola:

1. La admirable clemencia del rey y señor con el siervo que le debía la enorme cantidad de diez mil talentos (más de dos millones de dólares en 1980). Si aplicamos esto a nuestras deudas espirituales con Dios (vv. Mat 18:23-27), veremos:

(A) Que cada pecado que cometemos es una deuda que contraemos con Dios; no una deuda con un igual, contraída por compra o préstamo, sino con un superior; como la deuda contraída con un rey a quien negamos el debido reconocimiento, o cuyas leyes, sancionadas con la pena capital, quebrantamos sin escrúpulo. Todos nosotros somos así deudores a Dios; le debemos una satisfacción, y somos reos de muerte ante Su tribunal.

(B) Hay una cuenta de esas deudas (vv. Mat 18:23-24): Semejante a un rey que quiso ajustar cuentas con sus siervos. Y al comenzar a ajustar cuentas … En 2Co 5:19, el «no tomándoles en cuenta», similar al de Filemón versículo Mat 18:18: «ponlo a mi cuenta», indica claramente esta idea. Dios lleva una cuenta y la presenta a nuestra conciencia, la cual se convierte en nuestro fiscal o acusador (1Jn 3:20). Una de las primeras preguntas que un creyente despierto se hace a sí mismo ante su conciencia, es: ¿Cuánto debes a mi amo? (Luc 16:5). Pero a este amo no se le puede engañar ni sobornar, escribiendo en el recibo cincuenta en vez de cien (Luc 16:6).

(C) La deuda del pecado es una deuda muy grande; en cierto modo, es una deuda infinita, pues es una injuria al Dios infinitamente santo, y la injuria se mide por el que la recibe, porque es «in-ius» = contra el derecho de otro. Cuanto más noble es quien recibe la injuria, y más vil el que la hace, tanto mayor es la deuda. Por eso, la cifra de diez mil talentos no marca un límite, sino que simboliza lo máximo (comp. Cnt 5:10 «descuella entre diez mil»): una deuda que ningún ser meramente humano puede pagar (Sal 49:6-9) por sí o por otro. Por aquí podemos vislumbrar lo que nuestros pecados son: (a) por su naturaleza, pues son como talentos, la mayor medida que se conocía en peso y en valor monetario; (b) por su número, pues son como diez mil, la miríada de lo innumerable.

(D) La deuda es tan grande según hemos explicado , que somos incapaces de pagarla: No teniendo con qué pagar (v. Mat 18:25). Todo pecador es un deudor insolvente.

(E) Si Dios obrase con nosotros según lo demanda la estricta justicia, seríamos condenados como deudores insolventes. La justicia demanda satisfacción. Pero con la satisfacción pasa lo contrario que con la injuria; no se mide por el que la recibe, sino por el que la da, puesto que el que «satisface» (= hace lo suficiente), entrega para ello su dinero o su prestigio, que son como un don de su propia persona. De ahí que un regalo de parte del rey se estima mucho más que el de una persona de inferior clase. Por eso, aunque el siervo fue capaz de adeudarse con su imprevisión y despilfarro, no fue capaz de pagar; así que el señor mandó que fuera vendido él, su mujer y sus hijos, y todo lo que tenía, y que se le pagase la deuda; es decir, lo que podía pagarse, pues la deuda en sí era imposible de pagar en su totalidad. Veamos así lo que el pecado merece: La paga del pecado es muerte (Rom 6:23). Este es el pago que el pecado da, y el pago nuestro por el pecado habría de ser, sin el perdón de Dios la muerte eterna, un Infierno eterno es el máximo del pago que podemos dar, aunque el Infierno no satisface la deuda; sólo el Calvario llega al nivel requerido por Dios.

(F) Entonces aquel siervo se postró ante él, diciendo: Señor, ten paciencia conmigo, y te to pagaré todo (v. Mat 18:26). El griego dice «se postraba», describiendo así al siervo en el acto de rendir pleitesía al monarca. El siervo sabía que su deuda era muy grande; sin embargo, no se preocupó de ella hasta que fue llamado a rendir cuentas. Es corriente entre los pecadores el despreocuparse del perdón de sus pecados hasta que reciben la impresión de algún mensaje, de algún percance espantoso que les depara la providencia, o de la proximidad de la muerte. El corazón más duro desfallece y se pone a temblar cuando Dios se dispone a ajustar cuentas con el pecador. Entonces pide tiempo: Ten paciencia conmigo. La paciencia es un gran favor de Dios, pero es una locura abusar de ella por falta de sincero y pronto arrepentimiento (Rom 2:4-5). Y promete pagar: Y te to pagaré todo. ¡No tenía con qué pagar versículo Mat 18:25 , y se imagina que podrá pagar todo! Por aquí se ve la insensatez del pecador, incluso cuando es despertado en su conciencia, pues sigue apegado a su orgullo; aunque esté convicto, no está aún humillado.

(G) El Dios de infinita misericordia está dispuesto, por pura gracia y en virtud de la obra llevaba a cabo en el Calvario, a perdonar todos los pecados de quienes se humillan, con fe y arrepentimiento, ante Él (v. Mat 18:27). El Señor, al no poder quedar satisfecho con el pago de la deuda, quiso ser glorificado con el perdón de la deuda. La súplica del siervo fue: Ten paciencia conmigo pero el amo le garantiza el descargo rápido y completo de la deuda. El perdón del pecado es obra de su inmenso amor, de sus tiernas entrañas (eso indica el original de «movido a compasión» v. Mat 18:27 ) una vez que las demandas de su santa ley han sido satisfechas en la Cruz (Luc 1:77-78). Le soltó, es decir, le desobligó (el texto no da a entender que estuviese ya atado o encarcelado) y le perdonó la deuda, toda la deuda. El perdón es la suelta de una cautividad y de una cárcel (Isa 61:1). La obligación del más insolvente queda cancelada; el juicio del mayor criminal, sobreseído. Pero notemos que, aun cuando fue descargado de la deuda del pecado, no fue descargado del deber del servicio. El perdón de nuestros pecados no debería hacernos remisos, sino presurosos, para obedecer y servir al Señor.

2. La sinrazón y severidad inexplicable del siervo hacia su consiervo, a pesar de la clemencia que su señor le había mostrado a él (vv. Mat 18:28-30). Aquí tenemos representado el caso corriente de quienes demandan con rigor cruel e inmisericorde el respeto a sus derechos, la vindicación y satisfacción de las ofensas que se les infieren, la restitución de lo suyo, hasta el límite (y por encima del límite) de la estricta justicia, lo cual demuestra muchas veces que, bajo capa del derecho, se esconde la venganza y la injusticia. En todo caso, las exigencias insistentes de satisfacción y reparación de ofensas son incompatibles con un espíritu verdaderamente cristiano. Veamos aquí:

(A) Qué pequeña era la deuda de este consiervo, comparada con los diez mil talentos que el amo había perdonado al siervo: Cien denarios (menos de veinte dólares al cambio actual). Las ofensas que nuestros semejantes nos hacen son insignificantes en comparación con las que hacemos nosotros a Dios. No por eso hemos de tener en poco las ofensas que demos a nuestro prójimo, puesto que son ofensas que hacemos también a Dios, sino que por eso, habríamos de rebajar la cuantía de la ofensa que el prójimo nos hace, y estar dispuestos a perdonarle, en vez de agravarla e intentar vengarnos de él.

(B) Qué severa y brutal fue la forma en que este mal siervo demandó a su compañero el pago de una deuda tan insignificante: Y agarrándolo, le ahogaba (v. Mat 18:28). ¿Para qué necesitaba emplear tanta violencia? Podía haber requerido el pago de la deuda sin agarrar por el cuello al deudor. Su violencia es señoril, pero su espíritu es vil y servil. Si él hubiese sido arrojado a la cárcel por su gran deuda, se explicaría que llegase a cierta rudeza en la demanda de esta otra deuda; pero con frecuencia el orgullo y la maldad prevalecen sobre la más urgente necesidad, para hacer severos a los hombres.

(C) Qué sumiso era el deudor: Entonces su consiervo, postrándose a sus pies, le rogaba; se humilló delante de él por esta pequeñísima deuda, tanto como el otro se había humillado ante el rey por su grandísima deuda. La súplica del pobre hombre fue: Ten paciencia conmigo; confiesa honestamente su deuda, y sólo pide un poco de tiempo. La paciencia, aunque no signifique descargo de deudas, es a veces una muestra de laudable y necesaria caridad. Así como no hemos de ser duros en nuestras demandas, tampoco debemos ser exigentes en que se nos pague inmediatamente, sino recordar la paciencia que Dios tiene con nosotros.

(D) Qué implacable y furioso era el acreedor: Pero él no quiso sino que fue y le echó en la cárcel, hasta que pagase la deuda (v. Mat 18:30). ¡Con qué crueldad e incomprensión atropelló insolentemente a uno que estaba en la misma necesidad en que él se había encontrado, y que le suplicaba como él había suplicado!

(E) Qué entristecidos quedaron los otros consiervos por lo ocurrido: Viendo sus consiervos lo ocurrido, se entristecieron sobremanera (v. Mat 18:31). Los pecados y sufrimientos de nuestros consiervos deberían causarnos pesar y aflicción. Ver a un consiervo que se enfurece como un oso, o que es pisoteado como un gusano, debería causar gran tristeza a cuantos tienen algún celo por el bien de las almas y por el honor de la fe cristiana.

(F) Cómo fueron al amo con la noticia: Fueron y refirieron a su señor todo lo que había pasado. Quizá no se atrevieron a reprochar al ofensor, viéndole tan furioso e incapaz de razonar, así que fueron al señor. Esto nos enseña a llevar a la presencia de Dios nuestras quejas, tanto de la perversidad de los malvados como de las aflicciones de los inocentes.

3. La justa ira del amo por la crueldad del siervo perdonado.

(A) Le echó en cara su crueldad (vv. Mat 18:32-33): Siervo malvado. Nótese que la falta de compasión es una maldad, y gran maldad. Y le echa en cara la misericordia que había tenido con él: Toda aquella deuda te perdoné. A quienes usan bien los favores que Dios les hace, nunca les serán echados en cara; pero quienes abusan de ellos pueden esperar con motivo que les suceda eso. La gran cantidad y gravedad de nuestros pecados perdonados sirven para que brille más y mejor la riqueza de la gracia perdonadora de Dios. En el campo espiritual, no hay «mutilados de guerra»; si existe verdadero arrepentimiento, los puntos más negros de nuestra vida pasada se convierten en constelaciones de perdón. ¡Cómo no hemos de mostrar mucho amor al Señor, cuando son tantos los pecados que nos ha perdonado! (Luc 7:47). A continuación, el rey le hace ver la obligación que tenía de ser compasivo con su consiervo: ¿No debías tú también haberte compadecido de tu consiervo como yo tuve compasión de ti? (v. Mat 18:33). Con toda razón había de esperarse que quien había recibido un favor tan grande, mostrase también compasión hacia su compañero. Con ello le hace ver: (a) Que debía haber mostrado más compasión en el apuro de su consiervo, al haber experimentado él un apuro similar. Es precisamente la experiencia de los problemas y de las aflicciones lo que mejor nos capacita para comprender y compadecer a nuestros semejantes en sus problemas y aflicciones; (b) Que debía haber seguido el ejemplo del amo en la misericordia que había tenido de él. El recuerdo de las misericordias de Dios hacia nosotros debería disponernos mejor a tener misericordia de nuestros prójimos.

(B) Revocó el perdón de la deuda: Entonces su señor, enojado, le entregó a los verdugos, hasta que le pagase todo lo que le debía (v. Mat 18:34). Aunque la maldad del siervo se había acrecentado con la reincidencia el señor no le añadió otro castigo que el pago de la deuda. Véase cómo la pena sigue a la culpa; el que no está dispuesto a perdonar, no será perdonado. Las deudas que adquirimos con Dios por nuestros pecados, no admiten rebajas ni componendas; o se perdonan del todo o se exigen en su totalidad. Cuando una persona es salva, se le perdona toda la deuda mediante la satisfacción completa que Cristo ofreció al Padre en el Calvario (Heb 10:12-14).

4. Finalmente, Jesús concluye aplicando la parábola: Así también mi Padre celestial hará con vosotros si no perdonáis de corazón cada uno a su hermano sus ofensas (v. Mat 18:35). Dios es santo y justo y su misma justicia infinita le impide rebajar en un solo punto las exigencias de su santa ley. Cuando decimos «Padre nuestro que estás en los cielos», hemos de pedirle: Perdónanos nuestras deudas, como también nosotros perdonamos a nuestros deudores (Mat 6:12). Y debemos perdonar de corazón; si no es así, nuestra oración es, desde el principio, pura hipocresía. Dios mira al corazón; es ahí donde se fragua el pecado, es también ahí donde ha de fraguarse el perdón, y el deseo cordial del bien espiritual de nuestros prójimos, incluidos los que más nos hayan ofendido. Véase el peligro tremendo de ser remisos en perdonar: Así también mi Padre celestial hará con vosotros. Esto no quiere decir que Dios haga reversible el perdón del pecador creyente y arrepentido, sino que lo niega a quienes no tienen las debidas disposiciones para recibirlo. Tenemos suficientes enseñanzas en la Escritura acerca de la pérdida de perdón, para que sirva de amonestación a los presuntuosos, así como acerca de la seguridad de un perdón eterno, para que sirva de consuelo a los creyentes sinceros, aunque timoratos; así se infunde temor a los primeros, y aliento y esperanza a los segundos. Quienes no están dispuestos a perdonar a los deudores, demuestran no estar arrepentidos de sus propias deudas y, por tanto, lo que se les quita es solamente lo que parece que tenían, pero no lo tenían en realidad. Todo esto nos enseña que el juicio será sin misericordia para aquel que no haga misericordia (Stg 2:13). Es pues, de todo punto indispensable para tener perdón de pecados y paz de conciencia, no sólo que obremos con justicia, sino también que amemos misericordia. No nos ha de extrañar que, por eso, Dios sea Padre y Juez a un mismo tiempo, porque, como dice Bruce: «Justamente por ser Dios Padre, y por ser amor su espíritu más íntimo, tiene que aborrecer un espíritu tan completamente ajeno al suyo propio».

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