Mateo 20:20 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Aquí tenemos la petición de Santiago y Juan al Salvador (vv. Mat 20:20-23). Eran hijos de Zebedeo y de Salomé, la cual muchos suponen que era hermana de María, la madre de Jesús, lo cual explicaría que se atreviesen a pedir lugares de preeminencia. Lo chocante, e incomprensible, es que se atreviesen a pedirlo entonces (v. Mat 20:20), cuando Cristo acababa de hablar de sus padecimientos. Juan era el discípulo al que Jesús amaba; y él, con su hermano Jacobo (también llamado Santiago el Mayor) y Pedro, eran los tres discípulos favoritos y de mayor intimidad con Jesús. Con todo, ninguno de los doce era tan frecuentemente reprendido como ellos. Cristo reprende a los que ama (Apo 3:19).

I. Vemos primero la ambiciosa petición que hacen a Jesús (vv. Mat 20:20-21). Mar 10:35. refiere que ellos mismos hicieron la petición, mientras que Mateo dice que fue la madre quien se acercó a Jesús para hacer la petición. No hay en ello ninguna contradicción, pues es frecuente en la Biblia el caso de los que piden algo por medio de otros y, sin embargo, se dice que ellos mismos lo pidieron (v. Mat 8:5.). Jesús lo entendió así y, por eso, respondió directamente a ellos, no a su madre (v. Mat 20:22). Había en esto cierta dosis de fe, puesto que creían en el futuro reino de Jesús, pero también gran ignorancia, por no entender los tiempos y sazones (Hch 1:6-7). No preguntaban por el servicio que podrían prestar en el reino mesiánico, sino sólo por el honor. Es muy probable que la última, consoladora, frase de Jesús, al anunciar su gloriosa resurrección, tras su ignominiosa muerte, les animase a ello (v. de nuevo Hch 1:6-7). Así se aprovechaban abusivamente, para sus propios intereses egoístas, de lo que Cristo había dicho para darles ánimo. Hay quienes no saben disfrutar de consuelos y bendiciones sin abusar de ellos, de la misma manera que los dulces producen bilis si caen en un estómago sucio. Había cierta sagacidad en esto de presentar la petición por medio de su madre, para que pareciese que era ella quien la presentaba, no ellos, pues aparte del probable parentesco, ciertamente era una de las mujeres que atendían a Jesús en lo material, pensarían que al ser así las cosas Jesús no podría negarle nada a ella, con lo que la madre les resultaba un buen abogado en dicha causa. Salomé mostró con esto la debilidad de su carácter al convertirse en instrumento de la ambición de sus hijos, porque las personas que son rectas y prudentes no se avienen a intervenir en causas de dudosa honestidad. En asuntos de importancia espiritual, es señal de sana sabiduría desear y requerir las oraciones de los hermanos que tienen frecuente comunión con el Señor ante el trono de la gracia; deberíamos pedir a estos hermanos y amigos que luchen a nuestro lado con sus oraciones a Dios (Rom 15:30, literalmente), y tomar ese interés como un gran favor que nos hacen (comp. Éxo 17:12). Pero, en el caso presente, la ambición orgullosa jugaba el papel predominante; es este un pecado que continuamente nos asedia (Heb 12:1), y del que nos cuesta muchísimo deshacernos. Hay una santa ambición en competir con otros en virtud y santidad, pero es mala la ambición de superar a otros en grandeza y dignidad.

II. Respuesta de Cristo a esta petición (vv. Mat 20:22-23), dirigida, no a la madre, sino directamente a los hijos. Les reprocha su ignorancia y el error en que se basaba la petición: No sabéis lo que pedís. Estaban a oscuras con relación a lo que pretendían. Desconocían el camino de la cruz y hablaban como se expresaría un ciego acerca de los colores. Nuestras nociones acerca de la gloria que está aún por ser revelada, son como las nociones que tiene un niño pequeño acerca de las promociones que los adultos tienen en aprecio y consideración. Lo que será manifiesto un día, ni el ojo lo ha visto, ni el oído lo ha percibido (1Co 2:9). No saben lo que piden quienes aspiran al fin sin conocer los medios para llegar a él. Los discípulos pensaban que, después de haberlo dejado todo (¡tan poca cosa!) para seguir al Maestro (Mat 19:27), ya era hora de despedirse de fatigas y sufrimientos y preguntar: ¿Qué, pues, tendremos? Se imaginaban que la guerra se había acabado, cuando apenas se habían alistado en el ejército y aprendido la primera lección de «teórica». No sabemos lo que pedimos, cuando pedimos la gloria de llevar la corona, en vez de pedir la gracia para llevar la cruz en el camino hacia la gloria. Veamos cómo echa Jesús por tierra la vanidad y la ambición que laten en la petición que le hacen:

1. Les lleva a considerar los sufrimientos inevitables que ellos estaban muy lejos de tener en cuenta como debían. Así les previene para que no queden sorprendidos ni aterrorizados cuando lleguen las horas difíciles. Obsérvese:

(A) De qué forma tan clara y, al mismo tiempo, tan suave y condescendiente, les expone la cosa: «¿Podéis beber la copa que yo he de beber? ¿Estáis prestos a llegar a ese extremo? ¿Habéis pensado seriamente en ello?» No se habían dado cuenta de que algo se echaba en falta en la mente de ellos para que se hinchase el corazón de tales ambiciones. Cristo ve en nuestro corazón el orgullo que nosotros mismos somos incapaces de discernir. Nótese que beber la copa de Jesús equivale a ser bautizado con su bautismo de sangre, en sus padecimientos; la inmersión en el sufrimiento nos da idea del extremo, total, quebrantamiento de Jesús (Sal 22:14-17), así como el beber la copa era el agotar a grandes sorbos, y hasta las heces, la copa de maldición que Él bebió por nosotros (Sal 73:10; Gál 3:10). Hay quienes beben sólo unas gotas de esa copa, y reciben una aspersión de su bautismo; unos son inundados; otros, sólo mojados; en todo caso, el consuelo abunda más en nosotros; aunque sea una copa amarga, tiene fondo; y es una copa proveniente de la mano del Padre (Jua 18:11). Podemos ser inundados, pero no ahogados, en la aflicción; en apuros, pero no desesperados (2Co 4:8). Pero ¡tengamos ánimo! Es la misma copa que Jesús apuró; es el mismo bautismo en que Jesús fue sumergido. Cristo fue por delante; y esto nos habla:

(a) De la humillación del Hijo de Dios que descendió a tal profundidad de obediencia al Padre por nuestro amor (Flp 2:8), que bebió copa tan amarga cual jamás la ha habido; anegado en su propia sangre como nadie lo ha sido, pues derramó hasta la última gota, a fin de que su sacrificio fuese perfecto (Lev 17:11; Heb 9:22).

(b) Del consuelo para todo creyente que sufre, pues sólo sorbe unas pocas gotas de la copa de Cristo. Bueno es considerar con frecuencia si estamos dispuestos a beber de esa copa y participar en ese bautismo de sangre. Hemos de esperar sufrimientos, ¿estamos prestos a sufrir con gozo? ¿No vamos a desprendernos de algo por Cristo? Lo cierto es que, si nuestra profesión es de algún valor, ha de ser de inmenso valor, de forma que estemos dispuestos a arrostrarlo todo por ella; pero, si le damos poco valor, no vale la pena sufrir nada por ella. Vamos, pues a sentarnos por un momento y calcular el costo del discipulado: morir por Cristo, antes que negar a Cristo; ¿estamos dispuestos a recibirlo en nuestro corazón bajo estas condiciones? ¡Ah, si cada creyente se hiciese, en serio, las precedentes reflexiones!

(B) Con qué prontitud aceptan ellos el compromiso: Podemos. Esto era una excesiva confianza en sí mismos, aunque quizá no fuese arrogancia. Es posible que se imaginasen que tal caso no se presentaría en realidad, sino que habrían de pelear alguna batalla para la conquista del reino, sin sangrar demasiado en la contienda. Así como no sabían lo que pedían, tampoco sabían lo que respondían (comp. Mat 26:31). Quienes menos experiencia tienen de lo que es sufrir, suelen ser los más atrevidos y confiados en asegurar su coraje y valentía.

(C) Con qué seguridad les declara Jesús los sufrimientos que van a padecer: A la verdad, mi copa beberéis (v. Mat 20:23). Los padecimientos previstos son más fáciles de soportar. Dice un proverbio latino: «Los dardos previstos hieren menos» (mucho depende del carácter de la persona). Beberéis equivale a sufriréis. Cristo quiere que sepamos lo peor que se avecina, para que saquemos el mayor provecho de nuestra peregrinación hacia el Cielo.

2. Les deja a oscuras en cuanto al puesto que han de ocupar en su reino. para ayudarles a que le siguieran gozosamente, era suficiente asegurarles que tendrían algún lugar en su reino. El lugar más bajo en el reino de Dios es recompensa sobreabundante de los mayores sufrimientos en el camino hacia el reino: «El sentarse a mi derecha y a mi izquierda, no es mío darlo y, por eso, no es vuestro el pedirlo o el conocerlo, sino a aquellos para quienes está preparado por mi Padre». No se ha de dar a los que lo ambicionan, sino a los que con humildad lo recibirán.

III. A continuación se nos refiere la indignación de los otros diez, ante la petición de Juan y Santiago, así como la instrucción que Jesús dio a todos ellos respecto a la verdadera grandeza, que es la del servicio. Vemos:

1. El enojo de los otros diez discípulos: Cuando los diez oyeron esto, se enojaron contra los dos hermanos (v. Mat 20:24); no porque estos deseasen simplemente una preferencia, sino porque deseaban ser preferidos a los demás. Hay muchos que parecen estar enojados por el pecado; pero no están enojados por el pecado mismo, sino porque el pecado ajeno les afecta a ellos. Estos discípulos se enojaban por la ambición de sus compañeros, no porque les pareciese mal la ambición, sino porque ellos mismos eran tambien ambiciosos. Es frecuente en la gente enojarse por los pecados ajenos, cuando ellos mismos caen también en los mismos pecados. Con razón ha dicho G. Thibon que «el que juzga a un semejante, está acusando al otro de la parte de criminal que él mismo lleva dentro». No hay cosa que más estragos produzca entre hermanos, y que sea causa de más enojo y discordia, que la ambición.

2. El reproche que Cristo les dio a todos. Ya antes había dicho que sólo el que se hiciese como niño podía entrar en el reino (Mat 18:3); y ahora caían en lo mismo de entonces (Mat 18:1). Entonces Jesús, llamándoles, dijo (v. Mat 20:25). Esta convocación está llena de paciencia y de ternura. En vez de ordenarles, enojado, que se marchasen de su presencia, les llama, amoroso, que vengan a su presencia.

(A) Les dice que no deben ser como los gobernantes de las naciones. Los discípulos de Cristo no deben comportarse como los príncipes y líderes del mundo. Obsérvese cómo suelen gobernar los jefes de las naciones: ejercen dominio y señorío sobre ellas; se consideran grandes y poderosos y, por eso, piensan que pueden hacer con sus súbditos lo mejor que les parezca. No sólo los dictadores piensan así, sino la mayor parte de los que alardean de ser «demócratas». Pero, ¿qué desea Jesús de los suyos? «Mas entre vosotros no será así (v. Mat 20:26). Vosotros tenéis que enseñar a los súbditos de este reino a no ser así, y lo habéis de enseñar con el ejemplo, al estar al servicio de ellos y sufrir con ellos, no debéis ejercer señorío sobre los que están a vuestro cuidado (1Pe 5:3), sino trabajar en la parcela que Dios os ha encomendado.» ¡Qué mal les sienta a los ministros de Dios la pompa y el señorío de los gobernantes de este mundo! Y, cosa curiosa los últimos y anacrónicos restos del señorío feudal quedan, en nuestros días, en ciertos ambientes que llevan el nombre de «eclesiásticos», incluida la genuflexión que el vasallo ofrecía al señor en señal de homenaje y pleitesía. ¿Cuál es la grandeza y la eminencia a la que ha de aspirar el discípulo de Cristo y, en especial, el ministro de Dios? El que quiera hacerse grande entre vosotros, será vuestro servidor y el que quiera ser el primero (el «primado») entre vosotros será vuestro siervo (lit. esclavo) (vv. Mat 20:26-27). Es un deber de todos los discípulos de Cristo servirse mutuamente en amor (Gál 5:13; ¡esa es la verdadera libertad!), para edificarse también mutuamente. Servir incluye dos conceptos conjuntos: humildad (sólo sirve el que se somete) y utilidad (sólo sirve para algo el que es aprovechable para algo). Una obediencia útil es la mayor de las grandezas en el reino de Dios; esta es la dignidad a la que hemos de aspirar y la promoción que hemos de desear, y ser fieles cumplidores del ministerio que Cristo nos ha encomendado. Los más dignos de reconocimiento y respeto son los que, al negarse a sí mismos, emplean sus energías en ser útiles a los demás; éstos son los que de veras honran a Dios y éstos serán los honrados por Dios (Jua 12:26). El necio debe entrar en cordura (Pro 8:5) pero el buen servidor debe ser promovido a director (Heb 13:17).

(B) Los discípulos han de parecerse al Maestro: Como el Hijo del Hombre no vino para ser servido, sino para servir, y para dar su vida en rescate por muchos (v. Mat 20:28). Aquí el Señor Jesucristo se presenta a sí mismo como el mejor modelo de las dos virtudes recomendadas en el servicio: la humildad y la utilidad. En efecto:

(a) Jamás hubo un ejemplo de humildad y deferencia como el de Cristo, quien vino, no a ser servido, sino a servir. Fue asistido como pobre, pero nunca fue servido como gran señor. Leemos (Jua 13:5) que lavó los pies a sus discípulos, pero en ninguna parte leemos que ellos se los lavasen a Él. Vino a prestar ayuda a todos los necesitados, remedio a todos los enfermos, respuesta a todas las preguntas, y no le importaron las fatigas y los sufrimientos que el servir a otros le proporcionaron. Escuchó las peticiones de los demás, y las respondió, pero jamás pidió algo para sí mismo, sólo en dos ocasiones pidió de beber: junto al pozo de Jacob, pero no para satisfacer su sed física, sino para satisfacer la sed espiritual ajena; en la cruz también, pero sólo para probar la amargura de unos sorbos de vinagre. En ambos casos, era la sed de almas la que le consumía. Como escribió Agustín, «sitit sitiri» = tiene Él sed de que tengamos sed de Él. O, como escribió P. Claudel, «todo Él era comestible», pues era enteramente para los demás. Los 7 grandes «Yo soy …» en Juan introducen un aspecto distinto (y distintivo de su divinidad) de su utilidad (única e inigualable) al servicio de la humanidad.

(b) Su utilidad fue tan singular, que su propia muerte, que en los mayores bienhechores humanos es una pérdida para la sociedad, en Él fue la suprema ganancia, pues dio su vida en rescate por muchos. Vivió como siervo, e hizo bien a todos; murió como víctima y sacerdote del único sacrificio con el que la humanidad fue rescatada de su condición perdida. Vino a este mundo con este objetivo específico de dar su vida en rescate salvífico (Comp. Luc 19:10). ¡Un rey que muere para hacer reyes vivientes a sus súbditos! Si comparamos este vers. con 1Ti 2:6, veremos que los «muchos» de Mat 20:28 no expresan restricción alguna (simplemente indican: «uno por muchos»), sino que son los «todos» de 1Ti 2:6, como consta por el contexto anterior de este; también vemos que la preposición por es, en Mateo, anti = en lugar de (sustitución), mientras que en 1 Timoteo es hyper = en favor de, pero la palabra rescate lleva en este el prefijo antí, con lo que el pensamiento, lejos de ser opuesto, es complementario. Fue un rescate para todos, aunque no todos se beneficien de él por preferir las tinieblas del calabozo a la luz de la libertad (Jua 3:17-21). Fue, en otras palabras, un rescate suficiente para todos; eficaz, para algunos. Precisamente porque fue para todos, podemos asegurar a todo hombre o mujer que se debate en la duda o en la incredulidad: «Jesús murió por ti». ¿Y cómo podríamos proclamarlo con sinceridad a todos, si sólo hubiese muerto por algunos?

Ahora bien este aspecto comporta una buena razón por la que no hemos de ambicionar ninguna preferencia, puesto que la Cruz es nuestra bandera y la muerte de nuestro Salvador es nuestra vida. Y también es una buena razón para que en todo aspiremos a realizar el mayor bien posible. Cuanto más cercanos estemos a (y más beneficiados de) la humildad y la provechosa humillación de Cristo, tanto más y mejor dispuestos estaremos a imitarle.

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