Mateo 23:1 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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No encontramos a Cristo, en toda su predicación, tan severo con ninguna clase de gente como con estos escribas y fariseos. Sin embargo, éstos eran idolatrados por el pueblo, hasta el punto de que la gente creía que, aunque sólo dos hombres fuesen al Cielo, uno de los dos habría de ser fariseo. Ahora bien, Cristo dirige el presente discurso a la gente y a sus discípulos (v. Mat 23:1), para hacerles caer en la cuenta del común error acerca del verdadero carácter de los escribas y fariseos. Es muy conveniente conocer el verdadero carácter de las personas, para que no nos dejemos influir por los títulos, nombres y pretensiones de poder. Incluso los discípulos necesitaban esta advertencia, porque los hombres sencillos son propensos a quedar fascinados por las pomposas apariencias.

I. Cristo no niega la legitimidad del oficio que los escribas y fariseos desempeñan como expositores de la Ley: En la cátedra (He aquí viene la expresión: «Hablar ex cáthedra») de Moisés están sentados los escribas y fariseos, como maestros públicos y expositores autorizados de la Ley. Eran como un cuerpo de jueces, pues el enseñar comportaba juzgar, explicaban el sentido de la Ley y la aplicaban a los casos particulares. En este sentido, eran como los sucesores de Moisés, así como el sumo sacerdote era el sucesor de Aarón; ni Cristo ni Pablo (Hch 23:5) negaron la legitimidad de autoridades civiles y religiosas. A pesar del malvado carácter personal de quienes ostentaban el oficio. Moisés tenía en cada ciudad quien lo predicase en las sinagogas (Hch 15:21). Era, pues, un oficio legítimo, justo y honorable, pues era necesario que hubiese personas de las que el pueblo pudiese inquirir la Ley. Hay muchos lugares legítimos, ocupados por malas personas. No es el asiento el que de verdad honra a la persona, pero sí hay personas que deshonran el asiento. Por consiguiente, no hay motivo para condenar y abolir oficios y autoridades útiles, por el hecho de que, con frecuencia, caigan en manos de hombres malos que abusan de su autoridad. De aquí infiere Cristo: Así que, todo lo que os digan que guardéis, guardadlo y hacedlo (v. Mat 23:3). En tanto en cuanto se sientan en la cátedra de Moisés; es decir, leen y predican la ley que fue dada por medio de Moisés se les debe escuchar y hay que observar lo que enseñen. Cristo quería que el pueblo hiciese uso de los medios que los expositores les proporcionaban para entender las Escrituras y obrar en consecuencia. Con tal de que los expositores ilustrasen el texto, poniendo el sentido (v. Neh 8:8), y no invalidasen el mandamiento de Dios (Mat 15:6), se les debía escuchar y obedecer. No debemos pensar mal de las buenas verdades por el hecho de que sean proclamadas por ministros indignos, ni de las buenas leyes porque sean ejecutadas por malos magistrados. Es de desear que nos venga el alimento de Dios por medio de ángeles pero si Dios nos lo envía por medio de cuervos (1Re 17:4; 1Re 19:5) será igualmente bueno y sano; hemos de tomarlo y dar gracias a Dios por él.

II. Después de exhortar a la gente y a sus discípulos a que observasen lo que enseñaban los escribas y fariseos, Jesús condena la conducta personal de los líderes religiosos y dice: Mas no hagáis conforme a sus obras, porque dicen, y no hacen (v. Mat 23:3). Así como no debemos tragarnos doctrinas corrompidas en atención a ciertas prácticas laudables de quienes las enseñan, así tampoco debemos imitar los malos ejemplos en atención a las doctrinas plausibles de quienes no obran en consecuencia con lo que enseñan. En los versículos siguientes Jesús especifica algunos detalles de los malos ejemplos de escribas y fariseos, a fin de que la gente no les imite. El pecado radical de dichos líderes era la hipocresía. De cuatro cosas les inculpa Jesús en estos versículos:

1. De inconsecuencia: Dicen, y no hacen (v. Mat 23:3). Enseñan lo que es bueno, con la Ley en la mano, pero su conducta es una mentira que oscurece la verdad. No hay pecadores tan malos y tan inexcusables como los que cometen pecados iguales (o mayores) que los que condenan en otros o enseñan a otros a evitarlos. Esto atañe de un modo especial a los ministros de Dios indignos porque ¿qué mayor hipocresía puede haber que predicar e imponer a otros lo que ellos mismos no creen o no observan, demoliendo en la práctica lo que construyen en la predicación? A veces predican tan admirablemente, que da pena que salgan del púlpito, pero viven tan mal, que es una pena el que entren en él; son como campanas que llaman a todos al culto, pero ellas se quedan fuera; o como piedras miliares que dicen a los que viajan la distancia que les separa de las ciudades, pero ellas se quedan quietas al borde del camino. Es aplicable a todos los que dicen y no hacen; a los que hacen profesión excelente de la fe cristiana, pero no se ajustan en su vida a tal profesión; gente de mucha labia y de pocos hechos.

2. De severidad: Atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres (v. Mat 23:4). No sólo insistían en los detalles más minuciosos de la Ley, sino que imponían, bajo las penas más severas, sus propias tradiciones y normas que se inventaban. Les gustaba hacer ostentación de su autoridad y ejercitar su señorío sobre el pueblo. Pero véase su hipocresía en lo que sigue: Pero ellos ni con un dedo quieren moverlas (las cargas que imponían a los demás). Urgían al pueblo a guardar estrictamente ciertas normas religiosas a las que ellos mismos rehusaban someterse. Daban pábulo a su orgullo e imponían leyes a otros, pero buscaban su propia comodidad esquivando el cumplimiento de sus deberes. Cargaban el peso sobre los demás, pero ellos no ponían ni siquiera un dedo para llevar algo de la carga y aliviarla así a los demás (contra Gál 6:2).

3. De ostentación religiosa sin realidad interior: Hacen todas sus obras para ser vistos por los hombres (v. Mat 23:5). Hemos de hacer buenas obras, de modo que, quienes las ven, den gloria a Dios; pero no hemos de publicar nuestras buenas obras para que, quienes las ven nos glorifiquen a nosotros (Mat 5:16; Mat 6:1). Su único objetivo era ser alabados de los hombres y, por ello, todo su esfuerzo iba dirigido a ser vistos por ellos. La forma de la piedad les daba buen nombre para llevarse buena vida, pues eso era lo que deseaban y, por ello, no tenían interés en la eficacia de la piedad que se requiere para una vida buena de verdad. El que todo lo hace para ser visto, de eso sólo queda provisto. Acerca de este punto, Jesús especifica dos aspectos de dicha ostentación farisaica:

(A) Ensanchan sus filacterias. Éstas consistían en cuatro tiritas de cuero en las que estaban escritos respectivamente Éxo 13:2-11; Éxo 13:11-16; Deu 6:4-9 y Deu 11:13-21. Metían estas tiras en pequeñísimas cajas de cuero y las sujetaban a una tira de cuero que se ponían alrededor de la frente, y otra filacteria semejante se ponían, usando una sola cajita más pequeña, los saduceos en la mano (entendiendo lit. Deu 6:8), y los fariseos en el brazo izquierdo junto al corazón (entendiendo así Deu 6:6). Venían, pues a ser una especie de amuletos (éste es uno de los significados de la palabra griega filacteria = un objeto que protege), ya que pensaban que poseían un efecto casi mágico o ex ópere operato, según la expresión catolicorromana para designar la eficacia objetiva de los sacramentos. Ahora bien, los fariseos ensanchaban estas cintas para aparecer como más santos, más estrictos cumplidores y celosos de la Ley que los demás. Es una ambición legítima la de emular a otros en la práctica de la virtud, pero es una ambición vana y orgullosa la de superar a otros en la apariencia de la virtud.

(B) Alargan los flecos de sus mantos. Dios ordenó a los hijos de Israel que se hicieran franjas en los bordes de sus vestidos rematadas en un cordón azul (color celeste), que les sirvieran de flecos recordatorios de los mandamientos de Jehová (Núm 15:37-40) y de que eran el pueblo de Dios. Pero los fariseos no se contentaban con llevar franjas de la misma largura que los demás, sino que las alargaban para que se viesen mejor y aparecer así como más religiosos que los demás. Jesús mismo usó estos flecos (Mat 9:20; Mat 14:36).

4. De ambicionar puestos de honor y de superioridad, signo de orgullo y de autosuficiencia, pecado original de Adán y de todos sus descendientes (vv. Mat 23:6-7). Siempre buscaban los puestos de mayor honor y respeto. Los primeros asientos en las cenas (o banquetes) eran los más cercanos al anfitrión, en cuyo pecho descansaba su cabeza el invitado que se reclinaba a su derecha (Luc 16:22; Jua 13:23-25). Las primeras sillas en las sinagogas eran las situadas al frente, las más cercanas al lugar en que se guardaban los rollos de la Ley. Notemos que Jesús no condena el ocupar los primeros puestos (alguien tiene que ocuparlos) sino el gusto, la codicia, el ostentar en todo la preeminencia, pues eso equivale a idolatrar el «yo», la peor forma de idolatría. Esa ambición era mala en todo lugar, pero especialmente en las sinagogas. Buscar el propio honor precisamente en el lugar en que ha de darse a Dios toda la gloria, y donde debemos humillarnos ante Él, es burlarse de Dios en vez de rendirle culto. Cuando alguien no se interesa mucho por ir al culto a no ser para «figurar» y ostentar lujoso atavío (1Pe 3:3), se puede calificar de orgullo e hipocresía más bien que de sincera piedad.

Los escribas y fariseos codiciaban señales de honor y respeto: Ser saludados efusivamente (o aparatosamente) en las plazas (lugares amplios y frecuentados) y que los hombres los llamen: Rabí, Rabí (v. Mat 23:7). El gusto por recibir saludos aparatosos y sombrerazos circulares, mientras se pasa «vestido de arlequín, y reparten sonrisas de ebrio» como escribía un predicador catolicorromano de sus propios jerarcas denota una ostentación de superioridad en que el «yo» queda engrandecido sobremanera. Los saludos no les habrían sabido tan dulces si los hubiesen recogido en las calles estrechas, sino que habían de dejarse ver en las anchas avenidas donde todos pudiesen ver cuánto se les respetaba y qué alta era su posición en la opinión del público. Es un honor para el que aprende la Palabra de Dios el respetar debidamente a quien se la enseña, pero es una abominación en el que enseña el codiciar y demandar honores de parte de los que aprenden; y el maestro que se comporta de esa manera, necesita, en vez de ponerse a enseñar aprender la primera lección, que es la humildad, en la escuela de Cristo. Por eso, Jesús amonesta a sus discípulos a que no sean así.

5. En efecto, Jesús les da ahora a sus discípulos una hermosa lección sobre la humildad, prohibiéndoles usar títulos que impliquen dominio y superioridad sobre otros (vv. Mat 23:8-10). Rabí es una palabra hebrea que equivale a «doctor» y etimológicamente indica superioridad, algo así como el latín magister viene de magis = más en este sentido, como dice Broadus, podría equivaler a «Su Excelencia» o «Su Alteza» (más alto aún: «Su Eminencia»). No es el título lo que Jesús reprueba (v. Jua 3:10, donde la versión hebrea dice «rabbán» = gran rabí o doctor), sino el espíritu de orgullo y ostentación de autosuficiencia, así como el codiciar obtener distinciones especiales de parte de los demás hermanos creyentes y de la gente en general. Aspirar a tales distinciones va contra el espíritu de sencillez del Evangelio. Maestro es, en el original, kathegetés (guía o líder). Sólo hay un Guía y Capitán de nuestra fe y salvación que es Cristo, pero eso no obsta a que en la Iglesia haya egouménoi (Heb 13:17, un término de la misma raíz que kathegetés) o líderes subalternos, sometidos enteramente a Cristo, a Su Palabra y a su Espíritu, pero autorizados por Dios mismo para guiar y enseñar a sus hermanos en un ministerio que es esencialmente un servicio a la Iglesia. Lo mismo digamos del término maestro en el rabí del versículo Mat 23:8, donde el original tiene didáskalos, que es precisamente el término que Pablo usa para designar la cualidad más prominente del pastor espiritual (Efe 4:11; Rom 12:7; 1Co 12:28, 1Co 12:29; Tit 1:9), así como Lucas (Hch 13:1) entre los oficiales más prominentes de la congregación. Las razones que Jesús da para huir de la ostentación en estos títulos son:

(A) Uno solo es vuestro Maestro, el Cristo (vv. Mat 23:8, Mat 23:10). No hay otro maestro, con autoridad propia, sino Cristo. Los ministros de Dios son únicamente ujieres o bedeles en la escuela del Señor.

(B) Todos vosotros sois hermanos. Hermanos, y condiscípulos en la escuela del único Maestro con mayúscula. Por ser condiscípulos los creyentes deben ayudarse mutuamente en el aprendizaje de las lecciones del Señor; por ser hermanos, deben mostrar el interés y el afecto que es propio de los miembros de una misma familia. No puede permitirse que un discípulo ocupe el asiento del maestro, ni que un hijo usurpe la vara del padre. Tampoco deben dar esos títulos a otras personas: Y no llaméis padre vuestro (espiritual) en la tierra a nadie; no hagáis de nadie un «padre» de vuestro espíritu. Sólo Dios es el Padre de los espíritus (Heb 12:9). Nuestra vida espiritual no puede derivarse ni depender de ninguna persona humana ni podemos colgar nuestra fe de la manga de un señor que no sabemos adónde la va a llevar. Pablo se llama a sí mismo padre (1Co 4:15; Flm. v. Flm 1:10), pero no usa el título para indicar autoridad, sino ternura; por eso habla de hijos amados (1Co 4:14, 1Co 4:17), no obligados. ¡Cuán contrarias al mandato de Cristo y al espíritu del Evangelio son las expresiones «Padre Santo» dado al supremo jerarca de la Iglesia Católica (comp. Jua 17:11) «Papa» = padre superior (gr. pappos = abuelo), «Abad» del hebreo abbá = padre (comp. Rom 8:15), el «pope» con que se designa en la Iglesia Ortodoxa a cualquier sacerdote, y el «Reverendísimo Padre en Dios» con que, a veces, se llama a un obispo en la Iglesia Anglicana.

(C) Uno solo es vuestro Padre, el que está en los cielos (v. Mat 23:9). De Él se deriva, como de su primera fuente, la vida de todos los seres (Gén 2:7), y de Él depende, en todo momento, nuestra vida: Él es quien da a todos vida y aliento y todas las cosas (Hch 17:25). Por eso, Jesús nos enseñó a orar diciendo: Padre nuestro, etc., lo cual expresa, no sólo que Dios es nuestro Padre, sino que todos somos hermanos.

(D) Finalmente, Cristo nos da un precepto de humildad y mutua sumisión (comp. Efe 5:21, como consecuencia lógica de la plenitud del Espíritu del v. Mat 23:18): El mayor de vosotros, será vuestro servidor (v. Mat 23:11). Puede tomarse: (a) Como una promesa: «El más sumiso y servicial, será el mayor en el favor de Dios»; (b) Como un precepto (éste es el sentido primordial): «El que haya sido promovido a un puesto de dignidad y autoridad, ha de ser el servidor de los demás». El más alto en la Iglesia no es un «señor que domina» (1Pe 5:3), sino un ministro (del latín minus = menos) que sirve a otros, que se humilla como Jesús (Jua 13:3-17; Flp 2:5.), que se hace de menos, abajándose para que los demás puedan subir. Jesús da para ello una buena razón en el versículo Mat 23:12. Veamos allí:

Primero: El castigo que amenaza a los soberbios: Cualquiera que se ensalce a sí mismo, será humillado. Si Dios nos ha convencido de pecado y nos ha dado la gracia del arrepentimiento, no podremos sino estar muy bajos a nuestros propios ojos, y aborreceremos la miseria inmensa que somos. Si no nos abajamos y arrepentimos, tarde o temprano seremos humillados, incluso en esta vida y a la vista de todos.

Segundo: La exaltación prometida a los humildes: Y cualquiera que se humille a sí mismo, será ensalzado (v. también 1Pe 5:6). Ya en este mundo, el humilde tiene el honor de gozar del favor de Dios y de la estimación de las personas buenas y prudentes, así como la cualificación mejor para ser llamado, con frecuencia, a prestar los servicios más honorables; porque el honor es como la sombra, que huye de los que la persiguen, y sigue a los que huyen de ella. Y, sobre todo, los que se han humillado ante Dios con fe en Él y sincera contrición por sus pecados, serán exaltados en el otro mundo hasta heredar un trono de gloria.

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