Romanos 8:10 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Otros dos excelentes beneficios que pertenecen a los verdaderos creyentes:

I. Vida verdadera. La felicidad del creyente no es una mera ausencia de males verdaderos, sino también una realidad positiva (vv. Rom 8:10, Rom 8:11): «Si Cristo está en vosotros». Aquí se nos dice lo que ocurre con los cuerpos y las almas de aquellos en quienes habita Cristo por su Espíritu.

1. Es cierto que «el cuerpo está muerto a causa del pecado», pues, mientras en nuestro cuerpo habite ese aguijón, estaremos sometidos a esa muerte introducida por el pecado de Adán (Rom 5:12; 1Co 15:22, 1Co 15:56); el cuerpo del cristiano, por muy santificado que esté, es aún mortal (v. Rom 8:11) hasta que llegue la redención de nuestro cuerpo (v. Rom 8:23). Aunque no fuese más que por esta razón, que el pecado es la causa de que muramos, ya sería suficiente para odiarlo de todo corazón.

2. «Mas el espíritu vive a causa de la justicia» (v. Rom 8:10); lo cual puede entenderse de dos maneras complementarias: (a) A causa de la justificación «que solucionó el problema del pecado en su aspecto jurídico» (Trenchard) y (b) a causa de la justicia, de la conducta justa que el Espíritu Santo opera en nuestro espíritu, como consecuencia necesaria de la obra redentora de Cristo. La primera da derecho a la vida; la segunda infunde, preserva y promueve la vida espiritual.

3. Sí, el cuerpo del creyente está todavía sujeto a la muerte, «mas si el espíritu (o Espíritu) de aquel (Dios) que levantó de los muertos a Jesús habita en vosotros, etc.» (v. Rom 8:11). Sí, hay una vida eterna reservada también para nuestros pobres cuerpos mortales, cuando, en la resurrección, sean revestidos de una gloria que corresponda a su condición celestial (1Co 15:43). Dos grandes seguridades de la resurrección del cuerpo se mencionan aquí:

(A) La resurrección de Cristo: «El que levantó de los muertos a Cristo Jesús, vivificará también vuestros cuerpos mortales». Cristo resucitó como precursor de los difuntos que creyeron en Él (1Co 15:20). La resurrección de Cristo posee esta virtud vivificante (1Co 15:45).

(B) La habitación del Espíritu Santo dentro de nosotros (v. Rom 8:11): «por medio de su Espíritu que mora (lit.) en vosotros». El Espíritu, al soplar sobre los huesos muertos y secos, les infundirá nueva vida; y el cuerpo glorioso de los santos disfrutará de la comunión con Dios. De aquí deduce el apóstol el deber que tenemos de no dar satisfacción a la carne, sino al Espíritu (o, espíritu; vv. Rom 8:12, Rom 8:13). Dos motivos menciona aquí:

(a) «Somos deudores, pero no a la carne» (v. Rom 8:12). Tenemos, sí, que vestir, alimentar y cuidar al cuerpo, pero no como a un amo, sino como a un criado del alma para servir al Señor, no más. ¡Nada de darle gusto en lo que es perjudicial para el espíritu! Somos deudores a Cristo y a su Espíritu. ¡Ahí está toda nuestra deuda! (v. 1Co 6:19, 1Co 6:20).

(b) Consideremos lo que hay al final de la jornada (v. Rom 8:13): «Porque si vivís conforme a la carne, vais a morir, no sólo física, sino hasta espiritualmente. El morir real es el morir del alma; la muerte de los santos es dormir . En cambio, si por el Espíritu hacéis morir (lit. vais dando muerte a) las obras de la carne, viviréis». No podemos hacer esto sin la operación del Espíritu en nosotros; pero el Espíritu no lo hará en nosotros a menos que pongamos también nosotros nuestro esfuerzo. Estamos, pues, ante el dilema de desagradar a nuestro cuerpo o destruir nuestra alma. El verbo griego, como hemos visto, habla de un continuo dar muerte a las inclinaciones pecaminosas de la carne. Es algo «activo» de nuestra parte, como advierte Murray (contra Trenchard, que cita Rom 6:6-11): lo que suele llamarse «mortificación», pero no en el sentido ascético «monacal» de azotarse con disciplinas cruentas, medida que estimula, en vez de apagarlo, el impulso sexual, sino con el ejercicio del dominio sobre el cuerpo para reducirlo a servidumbre (1Co 9:27) y que consiste, sobre todo, en apartar la vista, el oído, las manos, los pies, de todo aquello que presta combustible a la pasión. Así es como se «arranca» efectivamente el ojo, la mano o el pie, en el sentido que el Señor quería dar a la expresión.

II. El Espíritu de adopción (vv. Rom 8:14-16).

1. Todos los que son de Cristo, entran en una nueva relación con Dios (v. Rom 8:14). (A) Su actividad: «Son guiados por el Espíritu de Dios». Aunque el verbo griego ago puede referirse a toda clase de vivientes, el Espíritu de Dios nos conduce, no como a bestias irracionales, sino como a seres racionales. Condición característica de todo verdadero creyente es ser conducido por el Espíritu de Dios. Al obedecer de corazón (Rom 6:17), el creyente es suave y dulcemente conducido a toda verdad y a todo deber. (B) Su privilegio: «Éstos son hijos de Dios». El apóstol no usa el término tékna (Jua 1:12), que tiene que ver con la regeneración, sino huioí, con referencia a la adopción de la que habla en el versículo Rom 8:15.

2. Todos los que así son hijos de Dios, tienen el Espíritu:

(A) Para obrar en ellos la condición de hijos adultos (v. Rom 8:15): «No habéis recibido espíritu de servidumbre (esto es, esclavitud) para recaer en el temor (comp. 2Ti 1:7) que comportaba, antes de nuestra conversión, el dominio que sobre nosotros ejercían la muerte, el pecado y la ley, sino que habéis recibido espíritu de adopción como hijos, por el cual clamamos: ¡Abbá, Padre!» Notemos aquí los siguientes detalles:

(a) El vocablo «espíritu» en ambas secciones de este versículo indica las distintas disposiciones de ánimo del esclavo y del libre. Así lo exige el paralelismo. Es cierto que el Espíritu Santo nos confiere la libertad (2Co 3:17), la franqueza y el cariño para dirigirnos a Dios con el tierno y afectuoso «papá» que el arameo abbá indica (comp. con Gál 4:5-7), pero el que adopta es siempre el Padre; no somos hijos del Hijo ni del Espíritu Santo.

(b) El término griego huiothesía (lit. posición de hijo) solamente es usado por Pablo en toda la Escritura. Nuestra adopción divina no es como la humana, pues los hombres no pueden comunicar a otros sus características personales; pero, por la regeneración, somos hechos partícipes de (koinonois, tenemos comunión en) la naturaleza divina (2Pe 1:4). Esta «adopción de hijos» es algo así como «la puesta de largo» o «entrada en sociedad», equivalente a la toga virilis de los romanos o, para los judíos, llegar a ser bar mishvat, hijo del mandamiento (a los trece años). Sin embargo, la huiothesía de que habla aquí Pablo se obtiene en el mismo momento en que nacemos de nuevo (mejor, de arriba), pues es entonces cuando comenzamos a llevar «la imagen del celestial» (1Co 15:49), es decir, de Cristo «nuestro primogénito» (v. Rom 8:29).

(c) Al orar se le llama aquí «clamar», pues los niños pequeños que no saben cómo expresar sus deseos y peticiones, lo hacen clamando (comp. v. Rom 8:26). También Cristo, cuando se hallaba en agonía en Getsemaní, decía: «Abbá, Padre» (Mar 14:36).

(B) Para dar testimonio de esa relación de hijos que hemos adquirido para con Dios (v. Rom 8:16). Así como el grito del versículo anterior es testimonio de nuestra conciencia de que somos hijos de Dios, el versículo Rom 8:16 se refiere al testimonio que el Espíritu mismo da, juntamente con el de nuestra conciencia, de que somos hijos de Dios realmente. Hay quienes hablan paz consigo mismos, cuando Dios no les está hablando paz, sino ira. Pero los que de veras han sido santificados, tienen el Espíritu de Dios que les da testimonio de que son hijos de Dios. Este testimonio del Espíritu está siempre en conformidad con las Santas Escrituras y tiene su base en la santificación del creyente, pues el Espíritu no puede dar testimonio de los privilegios de hijos a quienes no tienen la naturaleza ni las disposiciones que corresponden a los hijos de Dios.

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