Romanos 8:17 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Un cuarto privilegio de los creyentes es el título que les da derecho a la futura gloria en el cielo (v. Rom 8:17): «Y si hijos, también herederos». En las herencias humanas, no siempre todos los hijos heredan. Hay todavía países (o regiones de un mismo país) donde sólo el primogénito es el «heredero»; los demás disfrutan de manutención y educación hasta que se colocan. Pero el cielo es una herencia a la que tienen derecho por igual todos los santos. No llegan allá por méritos propios; son herederos, como son hijos, por un acto de la soberana gracia de Dios. El estado presente es de educación y preparación para entrar en posesión plena de la herencia. 1. Herederos de Dios. Dios mismo, con todo lo que es y todo lo que tiene, es la herencia de los santos (comp. con Sal 16:5, Sal 16:6). 2. Coherederos con Cristo. Todos cuantos participan del Espíritu de Cristo, como hermanos suyos, participarán también de su gloria. Como Cristo es Hijo Unigénito de Dios, toda la herencia del Padre le pasa a Él, sin división. Y de esa entera herencia de Dios participamos nosotros con el Unigénito. Esta futura gloria no se adquiere por méritos propios, es cierto, pero Dios la da en galardón de los sufrimientos presentes, y en cumplimiento de las esperanzas presentes.

1. En galardón de los presentes padecimientos (vv. Rom 8:17, Rom 8:18): «Si es que padecemos juntamente con Él (Cristo)»; o, quizá, «Puesto que, etc.». El estado de la Iglesia en este mundo es un estado de aflicción (Jua 16:33). El camino que recorrió Cristo para entrar en la gloria fue de sufrimientos (Luc 24:26). Al estar unidos con Él, hemos de seguir el mismo camino (1Pe 2:21). Pero no vamos a salir perdedores, puesto que (v. Rom 8:18, comp. con 2Co 4:17), si ponemos en un platillo de la balanza los sufrimientos de este mundo, y en el otro la gloria venidera, el peso precioso de la gloria venidera que ha de manifestarse (lit. revelarse) en nosotros cuando Él se manifieste (comp. con 1Jn 3:2), inclinará la balanza del lado de la gloria, de tal manera que no podrá establecerse comparación entre uno y otro. Ahora nos es revelado a nosotros; entonces será revelado en nosotros. Todo esto es lo que Pablo «considera» (gr. loguízomai), como un matemático que echa cuentas: Suma primero todo lo que hay que desembolsar por Cristo en los sufrimientos del tiempo actual (que, al fin y al cabo, sólo afectan al cuerpo) y halla que suman muy poca cosa; están faltos de peso (tékel, Dan 5:27). Luego suma todo lo que se nos asegura por medio de Cristo en la gloria que será revelada en nosotros, y halla que asciende a una suma infinita, un eterno peso de gloria. ¿Quién temerá, pues, sufrir con Cristo, quien nos ha precedido y superado en las aflicciones, y quien no se quedará atrás en el galardón que nos va a otorgar? Pablo lo sabía, no sólo por su conocimiento intelectual de lo que dice, sino por experiencia propia personal (Col 1:24). El vituperio de Cristo aparece siempre como las mayores riquezas existentes, cuando se tiene la mirada puesta en el galardón (Heb 11:26).

2. En cumplimiento de las actuales esperanzas de los santos (vv. Rom 8:19-25). Los cristianos sufren por la herencia misma que están aguardando con afán. Dios les cumplirá a sus siervos la palabra por la que les ha hecho esperar. La espera prolongada hace que el anhelo sea ardiente (v. Rom 8:19) en toda la creación, como en un enfermo de fiebre que añora la recuperación de la salud perdida. Pero este anhelo será satisfecho:

(A) En la creación entera (vv. Rom 8:19-22), pues el mundo fue creado como escenario y laboratorio del ser humano (v. Gén 1:28-30; Gén 2:8.; Gén 3:17-19). De esta creación, excluidos a los hombres, los ángeles y los demonios, se dice, personificándola:

(a) Que fue sometida a vanidad (v. Rom 8:20), es decir, a un estado de futilidad deplorable, como se ve por la hostilidad que el hombre halla en el suelo (Gén 3:19), así como en los animales salvajes y los fenómenos meteorológicos, erupciones volcánicas, terremotos, etc. Esto se debe al pecado de la primera pareja, que desequilibró el orden existente en la creación.

(b) «No por su propia voluntad», pues la creación inanimada no tiene voluntad propia, sino por la de Dios. En efecto, fue Dios (no el hombre ni Satanás) quien maldijo la tierra (Gén 3:17) aunque por causa del pecado del hombre. La creación quedó así hecha, por decirlo así, cómplice de los pecados y miserias del hombre. La creciente contaminación del aire, de los mares y ríos, así como de la tierra, muestra bien esa vanidad de la creación. Pablo dice que está sometida a la servidumbre de la corrupción (v. Rom 8:21). Bajo esta servidumbre, la creación entera gime a una, como con dolores de parto (v. Rom 8:22).

(c) Pero así como los dolores de parto son compensados con el nacimiento de un hijo (v. Jua 16:21), también los dolores de parto de la creación serán compensados cuando los hijos de Dios alcancen su gloriosa libertad (v. Rom 8:21). Ésos serán los tiempos de refrigerio y de restauración de todas las cosas, a los que Pedro se refirió en su mensaje de Hch 3:19-21. El mismo Dios que sometió a vanidad a la creación, por causa del pecado del hombre, la sometió en esperanza. Sólo Dios podía dar esta esperanza de que, cuando los hijos de Dios sean libertados de las miserias y pecados de la presente vida, también la creación misma será libertada de la servidumbre de la corrupción. Dice Trenchard: «Por otras Escrituras podemos deducir que el reino milenial constituirá un ensayo general de esta libertad dentro de los límites de esta tierra, dando lugar luego a la plenitud del estado eterno en la nueva creación profetizada en pasajes como 2Pe 3:13 y Apo 21:1., que llevan a su consumación, a la luz del Nuevo Siglo, las muchísimas profecías del Antiguo Testamento sobre una futura renovación (Is. caps. Isa 11:1-16, Isa 12:1-6; Isa 65:17-25, etc.)»

(B) En los santos, que son nuevas criaturas (vv. Rom 8:23-25).

(a) Los fundamentos de esta expectación de los santos: «Tenemos las primicias del Espíritu», es decir (con la mayor probabilidad), lo que ya ahora nos otorga la presencia y la acción del Espíritu, cuya obra quedará consumada cuando llegue la redención de nuestro cuerpo (v. Rom 8:23). Tras haber gustado los racimos de Canaán, cuando todavía nos hallamos peregrinando por el desierto de esta vida, ya podemos imaginarnos cuál será la leche y miel que nos espera en la Canaán Celestial. Por eso, gemimos, o suspiramos, en nuestro interior, y nos unimos a los gemidos de dolores de parto de la creación (v. Rom 8:22), gemidos que son síntomas de vida, no de muerte.

(b) El objeto de esta expectación, como ya hemos apuntado varias veces, es (v. Rom 8:23) la adopción, esto es, la fruición completa de nuestra posición como hijos, la cual quedará bien manifiesta cuando ocurra la redención de nuestro cuerpo mediante la resurrección en cuerpo glorioso, incorruptible, inmortal, como el actual cuerpo de Cristo (1Co 15:42; Flp 3:21). Los cristianos serán entonces declarados hijos de Dios con poder, por la resurrección de entre los muertos, como lo fue Cristo por su resurrección (Rom 1:4). La adopción de hijos no es perfecta mientras nuestro cuerpo, parte integrante de nuestra persona, esté todavía bajo la servidumbre de la muerte, impuesta por el pecado.

(c) Esto se debe a la provisionalidad de nuestro estado presente, ya que no hemos entrado todavía en posesión de la bienaventuranza (v. Rom 8:24): «Porque en esperanza fuimos salvos». No quiere decir que nos hayamos salvado por la esperanza, pues la constante enseñanza de la Biblia es que somos salvos mediante la fe, sino que, al recibir por fe la salvación, adquirimos la esperanza de la gloria celestial. Esta gloria celestial no la vemos todavía, no la poseemos, porque lo que ya se ve y se posee, no se espera, sino que se disfruta (v. Rom 8:24). La fe confía en la seguridad de la promesa; la esperanza mira hacia la cosa prometida. La fe es la evidencia, la esperanza es la expectación, de las cosas que no se ven (comp. Rom 11:1). La fe es madre de la esperanza. «Pero si esperamos lo que no vemos, mediante la paciencia lo aguardamos» (v. Rom 8:25). En la espera de la gloria, necesitamos paciencia (gr. hupomoné, perseverar bajo el peso de las circunstancias); el camino hacia la gloria es duro y áspero; la tarea, ardua; necesitamos esperar.

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