[CE-Peru] Seamos la semilla que de fruto en abundancia.

Proclamaré el nombre del Señor: reconozcan la grandeza del Dios nuestro. Él es nuestro protector; sus obras son perfectas, sus acciones son justas. Es el Dios de la verdad, en él no hay injusticia; él es justo y verdadero [Deuteronomio 32,3 -4].
 
Jeremías describió muy gráficamente el pecado del pueblo de Dios. Así como el cinturón se había gastado y ya no servía para nada [Jeremías 13,7] los que no querían permanecer unidos al Señor tampoco valían nada. El amor de Dios es incondicional y el valor de los israelitas, su pueblo escogido y amado, no había cambiado. Pero dado que ellos no querían obedecer ni confiar en el Señor, no podrían cumplir su misión como pueblo apartado para Dios. ¿Cuál era el pecado que habían cometido para que Dios reaccionara tan drásticamente? Este pueblo malvado se niega a obedecer mis órdenes y sigue tercamente su corazón. Se ha ido tras otros dioses; es como ese cinturón, que ya no sirve para nada [Jeremías 13,10]. El Señor les había dado la ley y sus promesas de seguridad, justicia y paz, si ellos lo seguían. Pero a pesar de todo lo que Dios había hecho por ellos, prefirieron seguir los deseos de su corazón, el mismo corazón que Dios anhelaba sanar y restaurar. Dios trataba a Israel con generosidad, misericordia y amor, pero éste lo rechazaba.
 
Jeremías pronunció este juicio para toda la nación. Dios siempre había querido formar un pueblo que fuera suyo, y separarlo del mundo como luz ante las naciones. Para eso sacó a los israelitas de Egipto e hizo un pacto con ellos en el Monte Sinaí. Todo el Antiguo Testamento es el relato de cómo Dios llamó y santificó a Israel, preparándolo para la venida del Mesías y para la salvación prometida desde el principio.
 
La intención de Dios, tanto en el Antiguo Testamento como en el Nuevo, es la misma. En la iglesia, el Padre Dios llama al pueblo y lo santifica en la sangre de su amado Hijo. Por eso formamos un pueblo cuyas raíces provienen desde el mismo Abraham. No podemos preocuparnos sólo de vivir cómodamente, limitándonos a una relación individual con Dios y sin importarnos nadie más. Tenemos el deber de servirnos los unos a los otros, y velar por la santidad de todo el pueblo. Dios vela por nosotros como Padre lleno de amor y de ternura por sus hijos, pero cuando dejamos de confiar en Él y nos dejamos deslumbrar y embotar por las cosas pasajeras, al perder el sentido de lo trascendente, nos diluimos en las cosas de este mundo, y dejamos de caminar hacia nuestra plena realización, de tal forma que al buscar nuestros propios intereses llegamos a ser capaces incluso de levantarnos orgullosamente sobre nuestro prójimo, pisoteándole sus derechos o por desgracia, incluso asesinándolo para lograr nuestros turbios intereses. Así estamos manifestando que el pecado ha deteriorado grandemente nuestro corazón.
 
Unidos a Cristo, purificados de nuestros pecados y llenos del Espíritu Santo, el Señor quiere que en verdad seamos fermento de santidad en el mundo para que poco a poco vayamos ganando a todos para Cristo. La vida recta, la justicia con la que vivamos, la preocupación por el bien de todos, especialmente por los más desprotegidos, nuestra honestidad ante la corrupción que ha dominado muchos ambientes, harán que no sólo proclamemos el Evangelio con los labios, sino también con nuestras obras, con nuestras actitudes y con nuestra vida misma.
 
Cuando el sembrador siembra la semilla y la cubre de tierra pareciera que esa semilla ha sido vencida por la muerte; sin embargo al paso del tiempo de esa semilla germinará una nueva vida, que con los debidos cuidados, producirá un fruto abundante. Cuando Cristo nos dice que el Reino de Dios ya está entre nosotros nos habla de su vida frágil, rechazada y perseguida por aquellos que no le pertenecen a Dios.
Cristo es el Reino de Dios entre nosotros; en un aparente fracaso fue sepultado, pero al tercer día resucitó glorioso para que nosotros tengamos vida y vida en abundancia. Este es el fruto de esa pequeña semilla sembrada en tierra
[Mateo 13,31 – 35]. Él no volverá al cielo con las manos vacías sino llenas llevando consigo a todos aquellos por quienes Él entregó su vida. Nuestro corazón es como un terreno para acoger a Aquel que es la Palabra, y para que alojado en nuestra vida, produzca abundantes frutos de salvación.

El Señor nos quiere unidos a Él para que, participando de su amor y de su vida seamos capaces de construir un mundo que tenga como base la civilización del amor y no la ley de la selva ni de la destrucción.
 
¡¡¡Cristo amado, queremos vivir unidos en Ti y formar parte de tu pueblo vivo, la Iglesia, para dar a conocer tu nombre y vivir de una manera digna de tu honor y tu gloria!!!
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Que el Padre Dios te bendiga y te proteja, te mire con agrado y te muestre su bondad. Que el Padre Dios te mire con amor y te conceda la paz.
Protejamos nuestra Biodiversidad y el Medio Ambiente [Génesis 2,15]
Juan Alberto Llaguno Betancourt
Lima – Perú – SurAmérica


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