Lucas 1:39 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Ahora tenemos una entrevista entre dos madres dichosas, Elisabet y María. A veces, el mejor servicio que podemos prestar a dos personas es ponerlas en comunicación a la una con la otra para que intercambien noticias.

I. La visita que María hizo a Elisabet (v. Luc 1:39). En vez de quedarse en casa y concentrarse en lo que ocurría en el interior de ella misma, María «se levantó y se marchó deprisa a la región montañosa, a una ciudad de Judá». En ello mostró interés por los demás, diligencia y presteza, si tenemos en cuenta que era un viaje muy largo. Se supone que fue allá para regocijarse con su parienta y amiga. Quizás hubo también otro motivo: Hablar con toda confianza con alguien a quien comunicar su secreto, pues nos es permitido sospechar que no tenía tal confianza con sus vecinas de Nazaret. La noticia del ángel sobre la similar experiencia de Elisabet hubo de influir también de un modo decisivo en esta determinación de María de ir prestamente a visitar a su prima. Gran beneficio es para los creyentes visitarse mutuamente para hablar de las cosas del Señor y sentir, de una manera especial, la presencia del Señor entre ellos (v. Mat 18:20).

II. El encuentro entre María y Elisabet: «María entró en casa de Zacarías, y saludó a Elisabet» (v. Luc 1:40). El resultado de este saludo se ve en dos hechos asombrosos:

1. «En cuanto oyó Elisabet el saludo de María, saltó la criatura en su vientre» (v. Luc 1:41). Es probable que Elisabet hubiese sentido antes algún movimiento de la criatura que llevaba en su vientre pero ahora fue algo excepcional lo que llamó la atención de la madre. Hay quienes opinan que la excitación misma de Elisabet ante el saludo de María fue la causa de este saltar de la criatura, pero el texto sagrado insinúa, más bien, que la criatura saltó como para dar a entender a su madre que delante se hallaba ya, aunque en embrión, Aquél de quien él mismo iba a ser el Precursor.

2. «Y Elisabet fue llena del Espíritu Santo», es decir del Espíritu de profecía (v. Apo 19:10), que daba testimonio de Jesús. Como a los profetas de antaño, el Espíritu de Dios vino sobre ella para que expresase sus sentimientos bajo el impulso divino, no por su propia iniciativa.

III. La bienvenida que Elisabet, por el Espíritu de profecía, dio a María, la madre de nuestro Señor:

1. La felicitó por el honor que le había sido otorgado, diciéndole «con gran voz: ¡Bendita tú entre las mujeres, y bendito el fruto de tu vientre!» Si la primera parte de esta felicitación ya estuvo en boca del ángel, como algunos MSS atestiguan, Elisabet añade esa segunda parte que el ángel no pudo pronunciar, porque el fruto del vientre de María no había sido todavía concebido en el momento en que Gabriel la saludó (v. Luc 1:28). Notemos que Elisabet era esposa de un sacerdote y entrada en años, pero no tiene celos de que su prima, mucho más joven que ella, tenga el gran honor de concebir en su virginidad y ser la madre del Mesías. Más aún, ella se regocija en que su prima tenga tal honor, aun cuando el suyo propio sea menor. Esto nos enseña, no sólo a reconocer que Dios nos concede favores que no merecemos, sino también a regocijarnos de que otros sean agraciados por Dios con mayores favores que nosotros.

2. Reconoce la condescendencia de María en hacerle esta visita: «Y, ¿de dónde a mí esto, que la madre de mi Señor venga a mí?» (v. Luc 1:43). Notemos que Elisabet llama a María la madre de su Señor. Dice Lenski: «En el relato, KURIOS siempre se ha referido constantemente a JEHOVÁ, pero aquí repentinamente se refiere al Hijo de María. Elisabet usa mi Señor en el mismo sentido que David en el Sal 110:1, el hebreo ADONAY, mi Señor Soberano , mi poderoso Gobernante. Elisabet se anticipa a todo el mundo Cristiano, el cual más tarde, y también por inspiración del Espíritu Santo, llamó a Jesús Señor en el mismo sentido 1Co 13:3». Si comparamos Luc 1:43 con Rom 8:32 y Gál 4:4, no tendremos inconveniente en ver a María como la madre del Hijo de Dios según la carne. Por eso esta visita es tenida por Elisabet como un favor extraordinario del que se cree indigna. Por aquí vemos que quienes son llenos del Espíritu Santo, son inclinados a pensar bajamente de sí mismos, y altamente de los favores que Dios les otorga.

3. Proclama la concurrencia del salto de la criatura en su vientre con el saludo que María le ha dirigido: «Porque tan pronto como llegó a mis oídos la voz de tu saludo, saltó de gozo la criatura en mi vientre» (v. Luc 1:44). Había saltado como de gozo por la presencia del Mesías, a quien él mismo había de preparar el camino. Esta experiencia serviría para robustecer más y más la fe de la virgen, al ver que tales seguridades eran otorgadas también a su parienta.

4. Encomia la fe de María: «¡Bienaventurada la que ha creído!» (v. Luc 1:45). Sin duda, en la mente de Elisabet, la fe de María contrastaba con la de Zacarías, su propio marido. Las almas que creen son almas benditas y bienaventuradas, pues creer en la Palabra de Dios es estar seguro de que esa palabra no puede fracasar. Con C. R. Bliss, y contra la opinión de Lenski, pensamos que la propia construcción gramatical y, en especial, el sentido de la frase, favorece la traducción «… la que ha creído que tendrán cumplimiento las cosas que le han hablado (lit. le han sido habladas) de parte del Señor». La fidelidad de Dios es la bienaventuranza de la fe de los santos. Quienes han experimentado en sí mismos el cumplimiento de las promesas de Dios deben animar a otros a esperar que Dios será fiel a su palabra también con relación a ellos.

IV. El cántico de alabanza de María en esta ocasión. La profecía de Elisabet era como un eco del saludo de la virgen María, y este cántico es un eco todavía más fuerte de aquella profecía. Podemos suponer a la virgen María fatigada de su largo viaje; sin embargo, se olvida de ello y se siente inspirada de nueva vida, de nuevo vigor y gozo, con la confirmación que de su fe halla ahora.

1. Primero tenemos las expresiones de gozo y alabanza, y sólo Dios es el centro de estas expresiones. Obsérvese cómo habla de Dios María:

(A) Con gran reverencia: «Engrandece mi alma al Señor» (v. Luc 1:46). Sólo quienes piensan altamente y honorablemente de Dios, muestran ser los adelantados en las misericordias del Señor. Cuanto mayores sean los favores y los honores que Dios nos otorga, tanto mayores deben ser el honor y la alabanza que hemos de tributarle; y sólo cuando nuestra alma, lo más interior de nuestro ser, engrandece a Dios, son aceptables a Dios las alabanzas que le tributamos. La obra de alabanza es obra del alma.

(B) Con gran complacencia en Dios como en el Salvador de ella: «Y mi espíritu ha saltado de gozo en Dios mi Salvador». Esto parece hacer referencia al Mesías, de quien ella iba a ser madre. Le llama Dios y Salvador, porque el ángel le había dicho que lo que había de nacer de ella era el Hijo del Altísimo. Sin embargo es más probable que María se refiera a Dios mismo y no al Mesías, de cuya divinidad sólo después de Pentecostés tendría un testimonio seguro y sin perplejidades. En todo caso, ella manifiesta aquí su necesidad, común a todos los seres humanos, de un Salvador, sin el cual, recibido por fe, habría estado perdida como los demás (Rom 3:23).

2. Luego tenemos los motivos que ella expresa como causa del gozo que la embarga y de las alabanzas que tributa al Señor:

(A ) Primero, por lo que ha hecho Dios con ella (vv. Luc 1:48-49). Su alma y su espíritu (paralelismo de sinonimia) se regocijan en Dios, «porque ha puesto sus ojos sobre la pequeñez de su esclava», como si dijera: «Me ha escogido a mí para tal honor, a pesar de mi oscuridad, de mi pobreza y de mi insignificancia». Ajustándonos al original griego, María no dice «humildad» (comp. con el vocablo de Efe 4:2) sino «pequeñez». En otras palabras María no proclama su humildad, sino que la practica. Hay quienes están orgullosos de su humildad, lo cual no es humildad ni cosa que se le parezca. Si Dios ha puesto sus ojos en la pequeñez de una mujer con ello mismo ha mostrado su favor hacia la humanidad entera; por lo que la humanidad entera puede con toda razón corresponder al alabar el honor que Dios ha otorgado a María: «Pues he aquí que desde ahora me tendrán por dichosa todas las generaciones». Ya la había llamado «dichosa» su propia prima Elisabet, pero ahora ella declara que todas las generaciones, de todas naciones, la habrían de llamar dichosa: La Bienaventurada virgen María. Luego expresa la misma idea con otras palabras: «Porque ha hecho por mí grandes cosas el Poderoso». Gran cosa por cierto, era que una virgen concibiera; gran cosa, también, que el Mesías naciera ahora, y de ella. Sólo el poder infinito de Dios era capaz de tales maravillas. Y añade: «Santo es su nombre». Sólo un poder omnímodo, asociado a una santidad infinita, es capaz de llevar a cabo estas realidades gloriosas. El que todo lo puede, todo lo hará bien y para nuestro mayor bien (v. Rom 8:28).

(B ) Después, por lo que ha hecho a otros. La virgen María, como madre del Mesías, viene a convertirse en alguien del dominio público y, por eso, su mirada alcanza a las últimas lejanías del tiempo y del espacio y se percata de las diversas maneras de obrar Dios con los hombres (vv. Luc 1:50.). Es una verdad ciertísima que Dios tiene grandes reservas de misericordia (v. Lam 3:22-23), pero nunca se vio esto tan claramente como cuando envió a su Hijo al mundo para salvar a los hombres (ver Tit 2:11-14; Tit 3:4-7): «Y su misericordia alcanza de generación en generación a los que le temen» (v. Luc 1:50). Así ha sido siempre, pero nunca como al enviar a su Hijo para traer justicia eterna, y obrar salvación eterna, a favor de los que le temen «de generación en generación», pues los privilegios del Evangelio se transmiten como por herencia de mayorazgo (v. Heb 12:23) y son a perpetuidad. Mientras el mundo subsista, las misericordias de Dios estarán sobre los que le temen: la misericordia que perdona, que sana, que acepta y que glorifica, de generación en generación. Es una verdad constatada, tanto por las Escrituras como por la experiencia, que Dios abate a los orgullosos, a los autosuficientes, a los potentados, y exalta a los pobres en espíritu, a los humildes, a los hambrientos de justicia; y siempre lo hace con la fuerza de su brazo (comp. con Jer 17:5-10). En el curso de su providencia, Dios emplea el método contrario al del hombre (v. Isa 55:8): Los arrogantes confían en llevarse por delante todo y a todos, pero Dios los desbarata (v. Luc 1:51); los potentados piensan estar bien seguros en sus solios, pero Dios los abate (v. Luc 1:52); los ricos, que ponen toda su confianza en los tesoros de este mundo, se encuentran, tarde o temprano, con las manos vacías (v. Luc 1:53); mientras que los de humilde condición y los hambrientos son exaltados y saciados por Dios. Éste es el espíritu de las bienaventuranzas en el Sermón del monte (Mat 5:3.). De esta forma lleva Dios al desengaño a los que se prometen grandes cosas en el mundo, pues sólo de manos del Poderoso pueden obtenerse realmente grandes cosas (v. Luc 1:49). Ésta es, sobre todo, la gracia del Evangelio:

(a) En los honores espirituales que otorga. Así vemos que son rechazados los orgullosos fariseos, mientras que los publicanos y pecadores van delante de ellos al reino de los cielos; y también lo fueron los judíos que buscaban justificarse según la ley, mientras que los gentiles que no iban tras la justicia, la alcanzaron, no por la ley, sino por fe (v. Rom 9:30-32); y también lo fueron los sabios, los potentados y los nobles según la carne, mientras que los tenidos por necios, por débiles y por viles, fueron escogidos, no sólo para recibir la gracia, sino también para proclamar el Evangelio y plantar la Cristiandad en el mundo (1Co 1:26-27).

(b) En las riquezas espirituales que concede. Quienes sienten necesidad del Salvador, son colmados de bienes, de los mejores bienes (v. Luc 1:53), de forma que obtienen satisfacción completa, pues Jesús vino para que tuvieran vida y la tuvieran en abundancia (Jua 10:10); acogió benigno a los que tuvieron hambre y sed de Él (Jua 6:35-37), e invitó a todos los que se sienten fatigados y cargados (Mat 11:28). En cambio, los que se creen ricos, no necesitados de nada, llenos de sí mismos, como la iglesia de Laodicea (Apo 3:17, comp. con Apo 2:9), son, a los ojos de Dios que todo lo penetran, despedidos de su puerta; algo bien merecido, por haber dejado al Señor fuera de la puerta (Apo 3:20). Los que vienen llenos de sí mismos, marchan vacíos de Cristo; en cambio, donde el «yo» es negado, Cristo vive y lo llena todo (v. Gál 2:20).

3. Mención especial de Israel en el cántico de María (vv. Luc 1:54-55). Siempre se abrigaba la esperanza de que el Mesías sería la fuerza y la gloria del pueblo de Israel, y así lo fue: «Vino en ayuda de Israel su siervo». Venía a tomar de la mano y ayudar a quienes no podían ayudarse a sí mismos. La venida del Mesías era la misericordia más grande que Dios hacía a su pueblo. Pero las condiciones estaban ya expresas en Sof 3:12. Sólo unos pocos las cumplieron en esta primera Venida del Mesías. Esta ayuda le vino a Israel:

(A ) Para recuerdo de misericordia (v. Luc 1:54). Mientras se demoraba esta gran bendición, el pueblo estaría inclinado a preguntar: ¿Se ha olvidado Dios de sus misericordias? Pero ahora se hacía manifiesto que Dios no se había olvidado, sino que mantenía vivo el recuerdo de su misericordia y fidelidad (Sal 98:3, al que parece aludir María).

(B) Para cumplimiento de su promesa (v. Luc 1:55). Era una misericordia, no sólo destinada, sino también profetizada, pues así lo había Dios dispuesto y hablado a Abraham, cuando le dijo que en su descendencia serían bendecidas todas las familias de la tierra (Gén 22:18). Lo que Dios ha hablado, lo llevará a cabo, pues su Palabra es eficaz (Heb 4:12) y todas sus promesas son en Cristo y Amén, seguras con seguridad divina (2Co 1:20), y como tales han de proclamarse, por medio de nosotros, para la gloria de Dios. Esto es lo que hace aquí María.

V. Finalmente, María regresó a su casa (v. Luc 1:56), a Nazaret, después de permanecer con su prima Elisabet unos tres meses. Permaneció con ella, mientras pudo sentarse a solas con ella y meditar en silencio sobre el gran misterio que en ella, y en su prima, se llevaba a cabo, pero se marchó antes de que Elisabet diera a luz; probablemente, para no verse envuelta en la publicidad que adquiriría el hecho del nacimiento del Bautista. Dice Lenski: «Opinamos que María se apresuró a regresar a su casa porque no quería encontrarse con quienes muy pronto acudirían en gran número a la casa de Elisabet».

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