Marcos 11:12 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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I. A la mañana siguiente estaba la mente de Cristo tan ocupada en el trabajo que pensaba hacer aquel día, que ni se detuvo en Betania a desayunar. Así que, tan pronto como salió de allí «tuvo hambre» (v. Mar 11:12). En esto, vio una higuera (v. Mar 11:13) tan bien adornada de hojas, que pensó encontrar en ella algún fruto, como era de esperar. Pero «al llegar cerca de ella, no encontró nada sino hojas» (comp. con Mat 21:19). Marcos añade el detalle de que «no era tiempo de higos». Sin embargo, no podemos decir que Jesús fingiese, o intentase deliberadamente tener hambre con el único propósito de hacer de todo ello una parábola, aun cuando el hecho de la higuera sin fruto le sirviese de parábola. El detalle de Marcos nos hace pensar que, o la higuera ostentaba anormalmente llevar el fruto que era de esperar de ella por el hecho de haber producido las hojas que salen simultáneamente con las brevas o como piensa Trenchard, la higuera estaba «revestida de un follaje prematuro». Lo cierto es que el Señor aprovechó la ocasión para hacer de ello una aplicación al formalismo religioso de los escribas y fariseos, carentes del fruto de la fe, del arrepentimiento y del amor. Los discípulos de Cristo pudieron escuchar claramente la maldición de Cristo sobre la higuera: «Que nadie vuelva a comer jamás fruto de ti» (v. Mar 11:14). Dice Trenchard: «La acción del Señor expresa dramáticamente lo que se efectuaba en aquella semana trágica: La nación que no quiso llevar fruto, y que no supo reconocer a su Rey, quedaría en tales condiciones que no podría llevar fruto, y pasaría el testimonio a otros. Esto no excluye una conversión nacional futura con la reanudación de la misión de Israel». En efecto, al comparar esto con Mat 21:43; Luc 13:6-9; Luc 14:24, parecería que Dios ha desechado a perpetuidad a Israel, pero una ojeada a Rom 11:11-33 debe hacernos cautos para no equiparar «cortar» con «arrancar».

II. Vemos después que, al llegar a Jerusalén y entrar en el templo, Jesús «comenzó a echar fuera a los que vendían y a los que compraban en el templo». Hambriento como estaba, se fue derechamente al templo para corregir aquellos abusos de los que había tomado nota el día anterior. Por aquí vemos que no vino a destruir el templo, como se le acusó muy pocos días después, sino a purificarlo.

1. No sólo arrojó del templo a los que hacían de él un lugar de mercado, sino que «volcó las mesas de los cambistas, y los asientos de los que vendían palomas». Y lo llevó a cabo sin oposición, con lo que se manifestaba que era justo y recto lo que hacía, y que así lo reconocían tácitamente incluso los que hacían la vista gorda ante el latrocinio por la ganancia que obtenían en el negocio. Pudo incluso alentar a algunos de los reformadores celosos que quizás estarían enojados con lo que se hacía, pero no se atrevían a denunciar el tráfico por temor a la autoridad de los jefes religiosos. Esto nos muestra que la reforma de los abusos y la purga de las corrupciones que se introducen a veces, incluso en las iglesias, no sólo siguen la pauta que marcó el Salvador, sino que algunos golpes dados a tiempo pueden resultar más efectivos de lo que se esperaba.

2. «Y no permitía que nadie transportase mercancías pasando por el templo» (v. Mar 11:16). Los judíos reconocían que una de las muestras de honor debidas al templo era no hacer del monte santo o de los atrios del templo lugar de paso común o de acarreo de objetos. El hacer del atrio un cómodo pasadizo de un lado a otro, era ya profanar el templo.

3. Jesús dio la razón de su proceder con las siguientes palabras: «¿No está escrito: Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones? Pero vosotros la habéis hecho cueva de ladrones» (v. Mar 11:17). Notemos bien estas palabras:

(A) El templo es una casa de oración. Se podría pensar que el templo era, ante todo, casa de sacrificios, como lo parecía indicar la compraventa de bueyes y palomas, pero, al citar de Isa 56:7 el Señor lo llama casa de oración y con toda razón, pues el altar del incienso (símbolo de la oración) estaba más cercano al Trono de la gracia que el de los holocaustos; por eso, aquél era de oro, mientras que éste era de bronce.

(B) Que así había de ser para todas las naciones, y no sólo para los judíos, puesto que «todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo» (Rom 10:13). Cuando, al principio de Su ministerio, arrojó Jesús del templo a los que traficaban allí, dijo: «No hagáis de la casa de mi Padre casa de mercado» (Jua 2:16). Pero ahora les acusa de convertirla «en cueva de ladrones». Quienes entretienen pensamientos mundanos mientras se hallan en sus devociones, convierten la casa de oración en lugar de mercado; pero quienes devoran las casas de las viudas y, como pretexto, profieren largas oraciones, la convierten en cueva de ladrones.

4. Los escribas y los fariseos se irritaron enormemente por esto (v. Mar 11:18). Le odiaban y, por otro lado «le tenían miedo», no fuese que también les volcase a ellos las sillas y los arrojase del templo. Se daban cuenta de que «toda la multitud estaba asombrada de su enseñanza» y que todo lo que Él decía era para la gente un oráculo o una ley; y con el apoyo del pueblo, ¿cómo no podía Él atreverse a hacer aquello? Por tanto, buscaban, no cómo hacer las paces con Él sino «cómo destruirle». La razón de su odio no era otra que el temor de perder su autoridad a medida que crecía la de Jesús y, a fin de mantenerse en sus puestos de explotación y dominio no reparaban en los medios con tal de llevar a cabo sus perversos designios.

III. Viene ahora la conversación del Señor con Sus discípulos a propósito del resultado de la maldición pronunciada sobre la higuera el día anterior. «Cuando cayó la tarde salieron fuera de la ciudad» (v. Mar 11:19), como de costumbre. Y a la mañana siguiente «cuando pasaban de camino, vieron que la higuera se había secado desde las raíces» (v. Mar 11:20). La maldición había sido: «Que nadie vuelva a comer jamás fruto de ti» (v. Mar 11:14), pero el efecto fue más profundo: «se había secado desde las raíces». Si no llevaba fruto, que no llevase tampoco hojas, para no poder así engañar a nadie. El fruto de las obras (v. Gál 5:22; Efe 2:10) nace de la raíz de la fe; es cierto que la raíz alimenta al fruto, no viceversa; pero también es cierto que, donde no hay fruto es porque la raíz no está viva (Stg 2:14-26). Por tanto, ya que a los fariseos les falta la raíz de la fe, pronto va a ser también destruido el lugar donde pronuncian esas oraciones que son mera hojarasca.

1. Vemos cuán afectados quedaron los discípulos. «Pedro, acordándose, le dice: Rabí, mira, la higuera que maldijiste se ha secado» (v. Mar 11:21). Las maldiciones del Señor tienen efecto sorprendente, pues hacen que se marchite en un momento lo que parece tan verde como el laurel. Los discípulos parecen sorprendidos ante algo extraño; no se imaginaban que la higuera se secase tan rápidamente; pero esto, sucede cuando, por rechazar a Cristo, alguien es rechazado por Él.

2. La provechosa enseñanza que, con ocasión de este sorprendente hecho, les dio, pues incluso una higuera seca proporcionó fruto de útil instrucción.

(A) Cristo saca primero de ahí una lección de fe: «Tened fe en Dios» (v. Mar 11:22). Ellos se admiraban del poder que la palabra de Cristo tenía para hacer maravillas, y Él viene a decirles que una fe viva es capaz de poner en nuestras oraciones un poder semejante, no sólo para secar una higuera, sino hasta para arrojar al mar una montaña (v. Mar 11:23). Es una fe tan fuerte, que da por hecho lo que pide: «Por eso os digo que todo cuanto rogáis y pedís, creed que lo estáis recibiendo, y lo tendréis» (v. Mar 11:24). Así lo hacía el Señor Jesús (v. Jua 11:41-42). Por medio del poder de Dios en Cristo, las mayores dificultades serán quitadas de en medio. Por supuesto que si un creyente quiere remover con la oración de fe una montaña literal deberá asegurarse de que ésa es la voluntad de Dios, de lo contrario, podría caer en el ridículo e, incluso, hacer que el nombre de Dios quede en mal lugar; en otras palabras, sería tentar a Dios; pero las palabras de Jesús expresan una locución proverbial para designar un gran obstáculo; pueden aplicarse: (a) a la fe obradora de milagros, con la que los apóstoles removieron montañas de incredulidad en la predicación del Evangelio; (b) al milagro de la fe, mediante la cual somos justificados (Rom 5:1) y montañas de pecados son arrojadas al mar (Miq 7:19); (c) también purifica el corazón (Hch 15:9), y remueve así montañas de corrupción. Por la fe es conquistado el mundo (1Jn 5:4), se apagan los dardos encendidos de Satanás (Efe 6:16), y nuestro «yo» es crucificado y, sin embargo, estamos vivos (Gál 2:20).

(B) Pero, además de la fe, es necesaria otra condición para que nuestras oraciones sean escuchadas: «Y siempre que os pongáis en pie para orar, perdonad, si tenéis algo contra alguien para que también vuestro Padre, el que está en los cielos, os perdone vuestras transgresiones» (v. Mar 11:25). Jesús inculca aquí con insistencia esta condición, como lo había hecho en Mat 5:23-24; Mat 6:12, Mat 6:14-15. El valor de esta condición se echa de ver, primero, en lo difícil que a muchos les resulta en la práctica; segundo, por su misma eficacia, como lo expresan las propias palabras de Jesús; tercero, porque muestra en el que perdona una disposición de perfección en el amor (v. Mat 5:48; Rom 12:10, Rom 12:19-21; 1Jn 3:10-18; 1Jn 4:7-12, Mar 11:16-21). Otros lugares que destacan la importancia del perdón son Mat 18:21.; Luc 6:37; Luc 11:4; Efe 4:32 y Col 3:13Col 3:13, entre otros. Siempre deberíamos tener presente esta condición cuando nos ponemos a orar, pues una de las peticiones que siempre hemos de elevar al Trono de la gracia es que Dios nos perdone nuestros pecados, sin cuya confesión sincera no se reanuda nuestra comunión con Dios (v. 1Jn 1:5-10). Jesús insiste tanto en este amor fraternal, porque quería hacer de él el núcleo de la nueva Ley y la «supernota» del cristianismo (v. Jua 13:34-35).

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