Salmos 4:6 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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1. El insensato deseo de los mundanos (v. Sal 4:6): «Muchos son los que dicen: ¿Quién nos mostrará el bien?» De qué clase de bien hablan se colige por el final del versículo Sal 4:7. Se gozaban en el incremento de sus cosechas de cereales y de vino. Todo lo que deseaban era la abundancia de los bienes de este mundo, para abundar en los deleites de los sentidos. Preguntan por un bien que pueda verse y palparse, pero no muestran interés por las cosas que no se ven y sólo se perciben por la fe. Así como se nos enseña a rendir culto de adoración a un Dios invisible (Jua 4:24; 1Ti 6:16; etc.), así también se nos enseña a buscar bienes invisibles (2Co 4:18). Con los ojos de la fe podemos ver cosas más lejanas que las que podemos ver con los ojos de la cara. Lo que los mundanos desean es un bien exterior, presente, pequeño y perecedero: buena comida, buena bebida, buen negocio y buena hacienda; y ¿qué son todas estas cosas comparadas con un buen Dios y un buen corazón? Cualquier bien puede servir a los deseos de la mayoría de los hombres, pero los espíritus selectos no se alimentan de bazofia; los hijos de Dios tienen, por su gracia, más refinado el gusto espiritual.

2. La sabia elección que hacen los piadosos. David, y los pocos piadosos que estaban de su parte, elevaban a Dios esta oración (v. Sal 4:6): «Alza sobre nosotros, oh Jehová, la luz de tu rostro» (v. Núm 6:26; Sal 31:16; Sal 80:3, Sal 80:7, Sal 80:19). David y sus amigos escogen por bien suyo y meta de su felicidad el favor de Dios; éste es el bien que, según ellos sabiamente valoran, es mejor que todos los bienes de la vida terrenal. Aun cuando David habla solamente de sí en los versículos Sal 4:7 y Sal 4:8, en esta oración del versículo Sal 4:6 habla también en nombre de otros, como Cristo nos enseñó a orar: «Padre nuestro». Todos los hijos de Dios se acercan al trono de Dios con las mismas peticiones y parecidos problemas, y en esto todos son uno, pues todos aspiran al favor de Dios como al sumo bien. Aprendamos a orar por otros así como por nosotros mismos, porque en el favor de Dios hay bastante para todos y nunca tendremos de menos por compartir con otros lo que tenemos. Lo que constituye el motivo del regocijo de David es precisamente eso (v. Sal 4:7): «Tú diste alegría a mi corazón». Cuando Dios pone gracia en el corazón, pone también alegría, no superficial, sino sólida y sustancial. Bien puede David terminar el salmo (v. Sal 4:8) con esta frase: «En paz me acostaré y asimismo dormiré; porque sólo tú, Jehová, me haces vivir confiado» (v. Sal 3:5). Se acuesta y duerme tranquilo, porque se sabe sostenido y protegido por Dios. Así hemos de hacer nosotros. Y cuando llegue el último sueño, el sueño de la muerte, podremos decir con el buen Simeón: «Ahora, Soberano Señor, puedes dejar que tu siervo se vaya, conforme a tu palabra, en paz» (Luc 2:29), seguros de que Dios acogerá en su seno a nuestra alma. Sigamos el consejo del mismo David en otro lugar (Sal 37:5): «Encomienda a Jehová tu camino y confía en Él; y Él actuará». Si ponemos en manos de Dios nuestros asuntos, bien podemos dejar también en sus manos el resultado.

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