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La joven israelita tenía miles de razones para mostrarse fría. Arrebatada de su familia, deportada, prisionera y esclava, habría podido estar llena de amargura y rencor… Sin embargo, no dejó pasar la ocasión de hacer el bien (Gálatas 6:10; Colosenses 4:5).
El primer rasgo de su carácter era la abnegación: servía a la mujer de Naamán y, por cierto, lo hacía con fidelidad, ya que su señora la escuchó.
Un segundo rasgo era la compasión por los demás. Lejos de pensar que aquel que la había llevado en cautiverio «se merecía» lo que le estaba sucediendo, sin ensimismarse por su propia y triste suerte, consideró el sufrimiento de otros y trató de ayudar. Por su fe mostró aún otro carácter: no expresó ninguna duda en cuanto al poder de Dios para sanar a Naamán a través del profeta.
El último rasgo fue la sencillez. En pocas palabras lo dijo todo acerca del medio de curación. Sencillez, claridad, fe, amor, abnegación: todos los elementos de un creíble testimonio estaban reunidos, y Dios honró la fe de esa muchacha.
La historia de esta joven cabe en dos versículos: primero lo que hacía, luego lo que decía. Cristianos, jóvenes o mayores, recordemos esto: para que nuestro testimonio sea creíble, es necesario que nuestros hechos precedan nuestras palabras.
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