"¿Quién subirá al monte del Señor? ¿Y quién estará en su lugar santo? El limpio de manos y puro de corazón; El que no ha elevado su alma a cosas vanas, Ni jurado con engaño"
(Salmos 24:3, 4).
Un día un joven predicador estaba acompañando un grupo de personas que visitaban una mina de carbón. En la entrada de una de los oscuros pasillos, avistó una bella flor blanca,
rodeada de una tierra bien negra. "¿Como puede una flor con tamaña pureza y esplendor crecer en una mina tan desaseada?" preguntó el predicador. "Lance un polvo de
carbón sobre ella y vea por sí mismo," contestó su guía. Al hacer lo que el guía había mandado, se quedó bastante sorprendido al ver que las partículas finas de hollín
deslizaron sobre los pétalos blancas dejando la flor tan linda y pura como antes. Suya superficie era tan Lisa que la basura no podía adherir a ella.
Que bueno sería si la vida de todos nosotros, cristianos, fuese tan pura e intangible por el hollín del pecado que contamina todo el mundo. Lo alegre que se quedaría nuestro
Salvador si nuestro relación con Él fuese tan íntimo a punto de que estemos inmunes a la tentación que a todo tiempo nos asola. El local en que vivimos sería mucho más encantador si nuestro testimonio fuese capaz de alumbrar el ambiente aun cuando todo lo más estuviese rodeado por densa tiniebla.
Cuando Cristo entra en nuestro corazón, transforma nuestro interior y nuestras actitudes son modificadas. Tenemos una nueva manera de vivir y el Señor espera que contaminemos
todo alrededor con su amor y su paz. La alegría verdadera que pasamos a disfrutar nos impulsa a querer compartir la bendición recibida con todos que encontramos.
Aquéllos que se dejan purificar por el Señor están libres de la hollín del pecado y atavían y perfuman el local por donde pasan.