Juan 12:37 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Testimonio que de Jesús habían dado los profetas del Antiguo Testamento, lo cual agravaba el pecado de los que ahora le rechazaban, aunque también hubo algunas honrosas excepciones, ya que «aun de los gobernantes, muchos creyeron en Él» (v. Jua 12:42). Dos detalles se nos dan aquí acerca de esta gente tan obstinada, y los dos fueron profetizados por el profeta Isaías:

I. Que estos judíos no querían creer: «Pero a pesar de que había hecho tan grandes señales delante de ellos, no creían en Él» (v. Jua 12:37). Aquí vemos:

1. La abundancia de medios de convicción de que esta gente disponía. Jesús había obrado delante de ellos muchos y grandes milagros. Al ser tantos, cada uno era confirmación de los anteriores; al ser tan grandes, la evidencia de la misión divina de Jesús era contundente, eran milagros de beneficencia, y el bien que producían aumentaba con cada milagro que llevaba a cabo; al ser tan notorios («delante de ellos»), los testigos quedaban sin excusa.

2. La ineficacia subjetiva de estos medios de convicción: «A pesar de todo ello, no creían en Él». Al ver tantos portentos delante de sus propios ojos, se negaban a creer en Jesús.

3. Con esto se cumplía la Escritura: «Para que se cumpliese la palabra del profeta Isaías» (v. Jua 12:38). Cuanto más improbable es un suceso futuro, tanto más brilla la presciencia divina al predecirlo. Nadie podía imaginarse que, cuando apareciese el Mesías-Rey, precedido por tantas y tan claras profecías, hubiese de hallar tan fiera oposición entre los judíos. Jesús mismo «se asombró de la incredulidad de ellos» (Mar 6:6), pero ya se había asombrado Isaías unos 700 años antes al predecirlo: «Señor, ¿quién ha creído a nuestro anuncio?» (v. Jua 12:38, comp. con Isa 53:1). El original hebreo viene a significar: «¿Quién ha creído el informe salido (lit. que fue oído) de nuestros labios?», o: «¿ … que fue oído por nosotros?» (se sobrentiende: «y dado a conocer»). Vemos, pues, que el Evangelio es llamado aquí un «informe» que nosotros hemos recibido de Dios, y que otros han oído de nosotros. Muchos son los que lo oyen, pero ¿quién lo ha creído? Muy pocos, pues la mayoría se hace el desentendido. Por eso, la pregunta se hace en un tono de lamentación de que sean tan pocos los que creen el mensaje del Evangelio. Y la razón que se da es que «no les fue revelado el brazo del Señor»; es decir, no entendieron el poder del Dios Omnipotente, revelado y hecho manifiesto en los portentos que Jesús llevó a cabo (comp. con Isa 40:10; Isa 52:10; Isa 63:5). El motivo por el que no les fue revelado el poder de Dios era la dureza del corazón de ellos, impermeable a la luz del mensaje; no se debía a falta de claridad en la revelación, sino a la obstinada resistencia de ellos (comp. con Rom 1:18). Así se explica lo que leemos a continuación.

II. Que estos judíos no podían creer: «Por esto no podían creer, porque también dijo Isaías: Ha cegado los ojos de ellos …» (vv. Jua 12:39 y Jua 12:40). Estas frases parecen duras y difíciles de explicar. Dios no condena arbitrariamente a nadie; y, sin embargo, leemos: «no podían creer». La explicación está dada en el punto anterior, pero por la dificultad del tema, hemos de insistir:

1. No podían creer, porque habían resuelto no creer; la obstinación lleva al endurecimiento y el endurecimiento voluntario marca el destino de una persona, moldea su carácter de tal manera que cada gracia posterior rebota en la superficie y añade mayor culpabilidad. Cerrar la ventanas a la luz es condenarse a la oscuridad. La culpa no es de la luz, sino del que cierra la ventana. El mismo sol que ablanda la cera endurece el barro. La costumbre de obrar lo perverso crea una segunda naturaleza, tan difícil de cambiar como el color natural de la piel: «¿Podrá mudar el etíope su piel, o el leopardo sus manchas? Así también, ¿podréis vosotros hacer el bien, estando habituados a hacer el mal?» (Jer 13:23). Es, pues, una incapacidad psicologicomoral.

2. No podían creer, porque dijo Isaías: Ha cegado los ojos de ellos. ¿Es que acaso es Dios el autor de este pecado? No, por cierto, sino que:

(A) Es menester reconocer la mano justiciera de Dios en la ceguera de muchos que persisten en su impenitencia e incredulidad, por lo que justamente son castigados por su anterior voluntaria resistencia a la luz divina. Cuando Dios retira su gracia por el abuso que el hombre hace de ella, y entrega a los hombres a las pasiones vergonzosas en que ellos se complacen (v. Rom 1:24-32), sólo ejecuta sobre ellos sus justos juicios, y a esto llama la Escritura «cegar los ojos», «endurecer el corazón». Obsérvese por contraste, el método de la conversión, al examinar el método de la perversión: Los pecadores que no ponen resistencia a la luz de Dios, son conducidos por el Espíritu de Dios a ver con sus propios ojos y discernir la realidad de las cosas de Dios (v. 1Co 2:10.). Igualmente son conducidos a «entender con el corazón» (v. Jua 12:40); es decir, no sólo a asentir y aprobar, sino también a consentir y aceptar (Rom 10:9-10). De esta forma, son convertidos a Dios, y sanados por Cristo. La misma mano que perdona es la que sana, pues el pecado es la más corrupta de nuestras enfermedades; es el cáncer del espíritu que llega a todos los demás elementos del ser humano, desde el centro hasta la periferia. La amenaza de este juicio de Dios pende sobre todos los que persisten voluntariamente en su injusta represión de la verdad de Dios (Rom 1:18).

(B) Lo que Dios ha predicho, infaliblemente se ha de cumplir y, por eso, pudo asegurar Isaías que no podrían creer. Pero el hecho de que Dios prediga lo que ha de suceder no implica que el hombre se vea fatalmente forzado a obrar, puesto que la presciencia de Dios consiste en ver, desde la eternidad que sobrepasa al tiempo, lo que ha de suceder como si estuviese ya sucediendo. En otras palabras, pasado, presente y futuro dicen relación al tiempo; pero Dios no se mueve en el tiempo, sino que permanece en su eternidad que abarca todos los tiempos; por eso, lo que para nosotros es futuro, Dios lo ve como ya presente. Por eso también, Dios no tiene historia o biografía propia, porque la historia consiste en una sucesión de acontecimientos en los que el ser humano pierde algo de su realidad (el pasado que ha quemado) y adquiere algo nuevo para realizarse progresivamente (el futuro que todavía no tiene); el presente no existe realmente para nosotros, pues nuestra vida es como las aguas de un río que se desliza, sin pararse, sin solución de continuidad. En Dios, ocurre todo lo contrario: no tiene pasado ni futuro, sino que es un eterno presente («Yo soy el que soy»; Éxo 3:14), desde el que abarca y sobrepasa todos los tiempos. Si Dios desconociera el futuro, estaría recibiendo siempre nueva información, con lo que nunca sería infinitamente sabio. Una de las mejores ilustraciones de esto es la comparación con un hombre que, desde lo alto de una torre contempla una larguísima procesión de individuos en fila india, en la que cada uno sólo ve al que marcha inmediatamente delante de él, mientras que el de la torre abarca con su mirada a todos, desde el primero hasta el último de la fila. Por consiguiente el conocimiento de Dios no está expuesto a la equivocación en lo que ve, ni la verdad de Dios está expuesta al error en lo que predice. Obsérvese, también, que la profecía no señala con el dedo a ninguna persona en particular, sino al conjunto de la nación judía; por lo que quedaba un remanente, a través del cual había una puerta de esperanza, abierta a las personas particulares de forma que cada uno podía decir, como lo puede decir cada uno de nosotros ¿Por qué no he de ser yo uno de los del remanente?

(C) Finalmente, el evangelista Juan, después de citar la profecía, muestra que se refería principalmente a los días del Mesías: «Isaías dijo esto cuando vio su gloria, y habló acerca de Él» (v. Jua 12:41). En la profecía leemos (Isa 6:8-9) que estas cosas le fueron dichas a Isaías, pero aquí leemos que estas cosas fueron dichas por Isaías; no hay ninguna contradicción en ello, puesto que ninguna cosa fue dicha por ningún profeta sin que antes le fuese dicha al profeta mismo. La visión que el profeta tuvo, en esta ocasión, de la gloria de Dios, se dice ahora que fue la visión de la gloria de Jesús y «habló acerca de Él» (Jesús, lo mismo que en el versículo siguiente: «muchos creyeron en Él»). Con ello, tenemos una prueba más de que Jesús es Dios, el mismo Jehová cuya gloria contempló Isaías. Habló acerca de Jesús, a fin de que fuese glorificado lo mismo en la ruina justa de una muchedumbre de incrédulos que en la salvación de un remanente de creyentes. No está de más el observar que Juan se refiere al profeta Isaías más bien que al libro de Isaías, y pone en boca de Isaías las palabras de Isa 53:1, lo cual es un fuerte argumento contra los que afirman que toda esta sección, desde el capítulo Isa 40:1-31 en adelante, no fue escrita por Isaías, sino por alguien que la redactó después de la deportación a Babilonia.

III. La sección termina con una nota consoladora. Aunque el grueso de la nación rechazó al Mesías, no todos se cerraron en la incredulidad: «Con todo eso, aun de los gobernantes, muchos creyeron en Él» (Jesús), aun cuando la fe de ellos no fuese todavía madura, como sigue explicando el mismo Juan (vv. Jua 12:42-43). En efecto, vemos:

1. El poder de la Palabra de Dios en la convicción que produjo en la mente de algunos: «Creyeron en Él», como Nicodemo, recibiéndole como a Maestro enviado de Dios (Jua 3:2). Hay muchos que no pueden menos de aceptar en su interior verdades que no se atreven a profesar al exterior, ya sea por vergüenza cobarde, ya sea por interés inconfesable. Probablemente, hay muchas más personas buenas que las que parece haber, aun cuando también es probable que muchos de los que parecen cristianos no lo sean de verdad. Lo cierto es que sólo Dios conoce a los suyos, y nosotros no hemos de atrevernos a juzgar y usurpar el lugar de Dios. Conocemos los pecados de muchos, pero ignoramos el arrepentimiento de algunos (comp. con Luc 7:39). Muchas veces, no es la malicia, sino la debilidad y la cobardía, lo que induce a los hombres al pecado. Los hombres sólo vemos el exterior y estamos inclinados a juzgar todas las acciones con el mismo rasero, pero Dios conoce bien todas las circunstancias así como los factores endógenos, temperamentales, del pecador y ha de descontar lo que se debe al ambiente y a la herencia, tanto para excusar como para agravar la culpabilidad de las acciones.

2. El poder de las fuerzas del mal para debilitar la convicción inducida por la Palabra de Dios. Éstos que «creyeron en Él», no se atrevían a exteriorizar sus convicciones: «pero a causa de los fariseos no lo confesaban». Aquí vemos dónde estaba la debilidad de estos hombres: no confesaban a Cristo. Hay motivo para dudar de una fe que tiene miedo o vergüenza de ser manifestada. ¿Y qué temían estos hombres? Ser expulsados de la sinagoga (v. Jua 9:22), lo cual significaba para ellos la mayor desgracia posible: ser cortados legalmente de la comunidad del pacto. Juan nos dice a renglón seguido cuál era la raíz profunda de ese miedo a confesar a Jesús: «Porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios» (v. Jua 12:43). Aparte de la inspiración del Espíritu Santo, con una posible revelación directa de ello, podemos pensar que Juan obtuvo esta información, probablemente, de labios de Nicodemo o de José de Arimatea, o de ambos a la vez. Vemos, pues, que en el primer estadio de la conversión de estos hombres (ya que algunos de ellos llegaron, a no dudar, a una genuina fe en el Señor, comp. con Hch 6:7; Hch 21:20), la debilidad estaba en la forma incorrecta con que ponían en la balanza estos dos valores: la gloria de Dios y la de los hombres:

(A) Ponían la alabanza de los hombres en un platillo de la balanza, y consideraban cuán bueno es alabar a los hombres y ser alabados de ellos (comp. Jua 5:44). No se atrevían a confesar a Cristo no fuera que esto les enemistase con los fariseos y perdieran la reputación de que gozaban en el seno del Sanedrín. Olvidaban lo de Pro 29:25: «El que teme a los hombres caerá en el lazo, mas el que confía en Jehová será puesto en lugar seguro». Otras consideraciones se añadirían para acobardar a estos hombres. Verían, por ejemplo que los seguidores de Cristo eran desprestigiados por los líderes de la nación y menospreciados, lo cual resultaba muy duro para quienes estaban acostumbrados a los honores y respeto de la gente. Cada uno pensaría que, si se declaraba abiertamente a favor de Jesús, se había de quedar solo, cuando, precisamente «armándose de valor» (Mar 15:43), es probable que otros se sintieran estimulados a seguirle en su profesión de fe en el Señor. «Ésta es la victoria que ha vencido al mundo, nuestra fe» (1Jn 5:4).

(B) Ponían la gloria de Dios en el otro platillo de la balanza. Se daban cuenta de que, al confesar a Cristo, darían gloria a Dios y recibirían alabanza de parte de Dios, pero daban preferencia a la alabanza de los hombres y, con ello, inclinaban la balanza hacia el lado de menor peso (comp. con 2Co 4:17 «eterno peso de gloria»). ¡Cuántos se quedan a medio camino, «casi cristianos», cortos de la gloria de Dios, por temor a perder el respeto de los hombres, por no enemistarse con el mundo, por el «¡qué dirán!» Estos respetos humanos hacen que muchas personas sean simples hipócritas cuando la religión parece estar de moda, y que sean abominables apóstatas cuando la religión es perseguida.

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