Juan 17:1 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

Estudio Bíblico | Explicación de Juan 17:1 | Comentario Bíblico Online

I. Las circunstancias de esta oración (v. Jua 17:1). Ninguna de las oraciones de Jesús es referida con tantos detalles como ésta.

1. El tiempo en que dijo esta oración: Después que habló estas cosas, es decir, las que se refieren en los capítulos anteriores, desde el 13 en adelante. Notemos que fue:

(A) Una oración después de un sermón; después de hablar de Dios a sus discípulos, ahora Jesús habla en favor de sus discípulos a Dios. Siempre que predicamos a otras personas, debemos orar por esas personas. La Palabra predicada debe ser rociada con oración, puesto que es Dios quien da el crecimiento (1Co 3:6, 1Co 3:7).

(B) Una oración después del sacramento (u ordenanza). Cerró Jesús la solemnidad de la Cena del Señor con esta oración, para que Dios imprimiera en la mente y en el corazón de los discípulos lo que éstos habían visto, oído y hecho con Jesús en aquella ocasión. (C) Una oración en familia. Los discípulos de Cristo eran su familia espiritual y, para sentar un buen ejemplo delante de los cabezas de familia, bendijo a los miembros de su casa y oró por ellos y con ellos.

(D) Una oración de despedida. Siempre que tengamos que separarnos de nuestros amigos, es muy conveniente que lo hagamos con una oración (v. Hch 20:36).

(E) Una oración que sirvió de prefacio a su sacrificio, que estaba ahora a punto de ofrecer en esta tierra. Cristo oró en estos momentos como sacerdote al ofrecer el sacrificio en virtud del cual obtienen eficacia todas las oraciones de los suyos (comp. con Apo 8:3-4).

(F) Una oración que era como un modelo de lo que es su actual intercesión dentro del velo, donde vive siempre para interceder por nosotros (Heb 7:25).

2. La expresión exterior del ferviente deseo que le animaba al pronunciar esta oración: y levantando los ojos al cielo …». Con este gesto aprobaba y santificaba la postura de los que así se dirigen a nuestro Padre que está en los cielos con lo que se simboliza el altísimo trono de gloria desde el que Dios gobierna y controla el Universo, aun cuando sabemos que Dios está en todas partes (v. 1Re 8:27). Desde la antigüedad se usó la frase latina «Sursum corda» = «arriba los corazones», como una llamada a la oración, en la que elevamos el corazón a Dios.

II. La primera parte de la oración, en la que Cristo ora por sí mismo, aunque no de un modo egoísta.

1. Ora a Dios como a su Padre: «levantando los ojos al cielo, dijo: Padre». Si Dios es nuestro Padre, tenemos plena libertad de acceso a Él (Heb 4:16), y podemos esperar de Él grandes cosas. Jesús le llama, en el decurso de esta oración, «Padre santo» (v. Jua 17:11) y «Padre justo» (v. Jua 17:25). Mucho nos servirá en nuestras oraciones dirigirle a Dios los epítetos que denotan las perfecciones que son el apoyo de nuestra esperanza en la oración.

2. Ora por sí mismo en primer lugar. Aunque en cuanto Dios, hay que orar a Jesucristo; en cuanto hombre, Él tenía también que orar. Tenía que pedir lo que debía obtener. ¿Y esperaremos nosotros recibir lo que nunca hemos merecido, antes bien lo hemos desmerecido, a menos que lo solicitemos en oración? Esta oración de Jesús da mucho ánimo a todos los que oran. Hubo un tiempo en que el que ahora es Abogado a nuestro favor, presentó al Padre una causa por la que pedir para sí mismo, y lo hizo en la misma forma que nos prescribió a nosotros que lo hiciésemos: «con ruegos y súplicas» (Heb 5:7). Cristo comenzó orando por sí mismo antes de orar por sus discípulos, no por egoísmo, sino porque de este modo aseguraría la eficacia de la oración por los suyos. Notemos también que la oración que Cristo elevó al Padre por sí fue mucho más breve que la que hizo en favor de los discípulos. Nuestras oraciones por la iglesia no deben ser relegadas a un rincón dentro de nuestras plegarias. Dos son las peticiones que Cristo hace por sí mismo, pero las dos pueden reducirse a una. La petición de «glorifícame» ocurre dos veces aquí porque tiene doble referencia: una, a lo que todavía estaba por cumplir: «Glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti» (v. Jua 17:1); otra, a lo que ya había cumplido hasta el presente: «glorifícame tú» (v. Jua 17:5), puesto que «yo te he glorificado en la tierra» (v. Jua 17:4). Como si dijera: «Yo he dado cima a lo que estaba de mi parte. Ahora, Padre, haz lo que te compete a ti». Vemos, pues, que:

(A) Cristo ora aquí por su gloria, pero a fin de que ello redunde en gloria de Dios: «Glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti» (v. Jua 17:1). Observemos:

(a) Por qué cosa ora: Que Él sea glorificado en este mundo. El Padre glorificó al Hijo en este mundo; le glorificó incluso en medio de sus padecimientos, por medio de las señales y los portentos que los acompañaron y siguieron. No sólo le justificó, sino que le glorificó: Cuando Jesús fue crucificado fue exaltado (Jua 3:14; Jua 8:28; Jua 12:32-33), fue glorificado; fue en la Cruz donde Cristo triunfó de Satanás y de la muerte; sus espinas eran punzantes, pero, al fin y al cabo, eran una corona. Pero, sobre todo, el Padre glorificó a su Hijo al resucitarlo de entre los muertos.

(b) Qué apelación interpone para corroborar su petición:

Primero, apela a su relación íntima con Dios: Glorifica a tu Hijo. Quienes han recibido la adopción de hijos pueden orar con fe por la herencia de hijos: «a los que justificó, a éstos también glorificó» (Rom 8:30).

Segundo, apela a la sazón actual: «Padre, ha llegado la hora». Con frecuencia había dicho Jesús que no había llegado todavía su hora, pero ahora había llegado, y Él lo sabía. En Jua 12:27, la llama «esta hora»; aquí: «la hora». La hora de la muerte del Redentor que era también la hora del nacimiento de los redimidos, fue la hora más importante y señalada; sin duda, la hora crucial desde que Dios le dio cuerda al reloj del tiempo. Por eso equivale a: (i) «ha llegado la hora en medio de la cual debo ser reconocido», la batalla decisiva entre el cielo y el infierno se iba a librar ahora; «glorifica a tu Hijo», ahora que va a hacer de su cruz su carro de triunfo. (ii) «Ha llegado la hora en que he de ser glorificado». Cuando los buenos creyentes se hallan en una hora de prueba, en particular en la hora de la muerte, deben orar así: «La hora es llegada, Padre, está tú conmigo, ahora o nunca; ahora cuando este tabernáculo se deshace (2Co 5:1), ha llegado la hora en que he de ser glorificado.

Tercero, apela al interés mismo del Padre: «Para que también tu Hijo te glorifique a ti». Iba a glorificar al Padre de dos maneras: (i) Por la muerte en la cruz; como si dijera: «Reconóceme como a Hijo tuyo en medio de mis padecimientos, para que por ellos te de honor a ti». (ii) Por el mensaje de la cruz, que dentro de poco había de ser proclamado en el mundo entero. Si Dios no hubiera glorificado a Cristo crucificado, resucitándole de entre los muertos, la empresa misma por la que había venido a este mundo habría terminado en el fracaso y en la bancarrota; por eso, dice: «glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti». ¡Qué hermosa lección nos da aquí Jesús, pues nos enseña cuál ha de ser el objetivo primordial de nuestras oraciones: la gloria de Dios! Así que, cuando oremos por algo nuestro, hemos de decir: «Padre, haz esto o lo otro por tu siervo, a fin de que también tu siervo te de gloria a ti. Dame salud, para que por ella te pueda glorificar en mi cuerpo; dame prosperidad en mi oficio, a fin de que con ella pueda glorificarte al poner mi dinero al servicio de tu obra, etc». «Santificado sea tu nombre» ha de ser siempre nuestra primera petición, y la que marque la pauta y objetivo de todas las demás peticiones, «para que en todo sea Dios glorificado mediante Jesucristo» (1Pe 4:11). Él nos ha enseñado lo que hemos de esperar en respuesta a nuestras oraciones, porque, si hemos resuelto con toda sinceridad glorificar en todo a nuestro Padre, Él nos dará siempre la gracia suficiente y las oportunidades convenientes. Pero, si en lo más secreto de nuestro corazón, buscamos nuestra gloria más bien que la suya, atraeremos sobre nosotros vergüenza más bien que gloria.

Cuarto, apela a la comisión que había recibido del Padre (vv. Jua 17:2-3); desea glorificar al Padre, en conformidad a la comisión que había recibido de Él. Aquí es donde se echa de ver especialmente el poder del Mediador. Notemos:

(i) El origen de su poder: «le has dado potestad»; la obtuvo de Dios, al que toda potestad pertenece. El rey de Israel y cabeza de la Iglesia no es un usurpador, como lo es el príncipe de este mundo; el derecho de Cristo a gobernar es irrecusable.

(ii) La extensión de su poder: «sobre toda carne»; es decir, sobre todos y cada uno de los seres humanos (comp. con Gén 6:12). Al ser el único Mediador entre Dios y los hombres, apela a la potestad que ha recibido sobre toda carne. Era esta humanidad la que necesitaba ser salvada de la condenación y de esta raza humana. Dios le había dado un remanente para ser salvo (v. Jua 17:9, comp. con Jua 6:37, Jua 6:39, Jua 6:44) y el resto, los enemigos de la Cruz, para ser puestos por estrado de sus pies (Heb 10:13). Esta humanidad estaba toda corrompida y caída. Si la humanidad no hubiese sido «carne» en este sentido, no habría tenido necesidad de un Redentor. Sobre esta raza pecadora tiene Jesús todo poder; sobre ella le ha sido dada autoridad de ejecutar juicio (Jua 5:27). Quien no se someta a su gobierno, tendrá que apartarse de Él al Infierno (Mat 25:41).

(iii) El elevado designio de este poder: «Para que de vida eterna a todos los que le has dado». Aquí vemos una vez más, al Padre que hace al Hijo este regalo de los elegidos, dándoselos como la corona y la recompensa de la empresa que lleva entre manos. Y aquí vemos también al Hijo que toma a pechos asegurar la dicha eterna de los que le han sido dados para que Él, a su vez, les de a ellos vida eterna. Tiene vidas y coronas que dar; vidas que son inmortales, coronas que son inmarcesibles. Consideremos, pues, cuán grande es el Señor Jesús, y cuán lleno de gracia para los suyos; los santifica en este mundo y les da la vida espiritual, que es vida eterna en embrión, pues la gracia en un alma es el comienzo del cielo en esa alma; Él los glorificará plenamente en el otro mundo pues su bienaventuranza será completa cuando vuelvan a verle, cuando Él se manifieste (Col 3:4; 1Jn 3:2). Hemos sido llamados a su reino y gloria (1Ts 2:12), y nos hizo renacer … para una herencia incorruptible (1Pe 1:3-4). Lo que es último en la ejecución, fue primero en la intención: la vida eterna. El dominio que Cristo ejerce sobre los hijos de los hombres tiene por objeto la salvación de los hijos de los hombres. Así, la administración de ambos reinos, el de la providencia y el de la gracia, es puesta en las mismas manos (v. Jua 13:3), para que todas las cosas cooperen juntamente para bien de los que aman a Dios (Rom 8:28).

Quinto, explica en qué consiste esta vida eterna, que es el gran objetivo de su venida a este mundo: «Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado» (v. Jua 17:3). Vemos:

(i) El grandioso destino que la religión cristiana pone delante de nosotros: la vida eterna. Esto es lo que Cristo vino a revelarnos y por lo que vino a dar la vida a fin de procurárnoslo. Por medio del Evangelio, «sacó a luz la vida y la inmortalidad» (2Ti 1:10).

(ii) El medio seguro para obtener ese bendito destino, que es el correcto conocimiento experimental, personal, de Dios y de Jesucristo. La afirmación de Jesús en ese versículo Jua 17:3 puede tomarse en dos sentidos: 1) La vida eterna consiste en el conocimiento de Dios y de Jesucristo. 2) La vida eterna se manifiesta en el conocimiento de Dios y de Jesucristo, ya que este conocimiento es el fundamento para disfrutar de una vida que es participación de la misma vida de Dios (v. 2Pe 1:4). No cabe duda de que este segundo sentido es el correcto, puesto que el versículo no pretende dar una definición de la vida eterna. En efecto, el conocimiento de Dios y de Cristo nos conduce a la vida eterna, por cuanto la religión cristiana nos muestra el camino hacia el cielo: 1) dirigiéndonos hacia Dios, pues Cristo murió para llevarnos a Dios (v. Heb 2:10). Los arrianos y los unitarios de todos los tiempos hallan aquí un argumento contra la divinidad de Cristo, pues Él mismo dice al Padre: «para que te conozcan a ti, el único Dios verdadero». Esto está en línea perfecta con Deu 6:4. Pero ello no puede echar por tierra lo que el mismo Señor Jesucristo había dicho en Jua 10:30: «Yo y el Padre somos uno». Es de notar que Cristo no dice: a ti la única persona que es el Dios verdadero, sino: «a ti, el único Dios verdadero», lo cual no excluye que también el Hijo y el Espíritu Santo sean el Dios verdadero. 2) Dirigiéndonos hacia Jesucristo, pues Él es el Enviado del Padre, el único camino hacia el Padre (Jua 14:6), el único Mediador entre Dios y los hombres (1Ti 2:5). Esta es la razón principal por la que Jesús contradistingue entre el Padre, el único Dios verdadero, y Él mismo, ya que aquí aparece, no como Dios, sino como el Mediador, Jesucristo-Hombre. Si la humanidad hubiera permanecido en la inocencia original, el conocimiento de Dios habría bastado para proporcionarle la vida eterna; pero, al haber caído, necesita algo más: necesitamos creer en Jesucristo como en nuestro Redentor. Creer en Jesús es vida eterna, pues Él ha venido a darnos esta vida en abundancia (Jua 10:10). Quienes tienen comunión con Dios en Cristo, se hallan ya en los suburbios de la Jerusalén celestial.

(B) A continuación, Jesús ora y pide ser glorificado, en atención a la gloria que ya ha dado al Padre hasta este momento (vv. Jua 17:4-5). El sentido de la petición anterior era: «Glorifícame en este mundo». El sentido de esta otra es: «Glorifícame en el otro mundo». Notemos:

(a) Con qué consuelo vuelve Jesús la vista a los pasados años de su vida en este mundo: «Yo te he glorificado en la tierra, he llevado a término la obra que me diste a realizar» (v. Jua 17:4). Se complace en recordar el servicio que ha prestado al Padre. Esto nos ha sido conservado aquí para honor de Cristo, que su vida en esta tierra dio cumplimiento pleno al destino que le había traído a este mundo. Aquí vemos: Primero: Que nuestro Señor Jesús tenía que llevar a cabo una obra que se le había encomendado. El Padre se la dio; lo «selló» (Jua 6:27) para ella y le asistió mientras la llevaba a cabo. Segundo, que llevó a feliz término la obra que se le había confiado. En unas pocas horas, le habrá dado el toque final a esta obra, cuando diga desde la cruz: «Consumado está» (Jua 19:30). Tercero, que con esta obra había glorificado al Padre. Para gloria de Dios había consumado su obra, y en el feliz término de esta obra se fundaba la gloria misma del Redentor. Aquí queda esta referencia para ejemplo nuestro, para que sigamos sus pisadas (1Pe 2:21), pues Él es el autor y el consumador de nuestra fe (Heb 12:2). Nosotros, pues, hemos de aplicarnos con toda diligencia a llevar a cabo la obra que Dios nos ha encomendado y buscar en todo la mayor gloria de Dios. Así hemos de perseverar hasta el fin de nuestros días; no debemos sentarnos a descansar mientras no la cumplamos. ¿Cómo estaremos de brazos cruzados, cuando nuestro Salvador no paró hasta llevar a término la obra que el Padre le había encomendado? Pero ese mismo feliz término que el Señor dio a su obra ha de animarnos siempre a confiar en Él, porque si ha dado pleno cumplimiento a la obra que se le dio para que la realizase, es entonces un Salvador completo, que no dejó su labor a medias, sino que «estamos completos en Él» (Col 2:10), «porque con una sola ofrenda ha hecho perfectos para siempre a los que son santificados» (Heb 10:14); no que ya seamos perfectos interiormente (v. Flp 3:12), sino que Él ha hecho provisión perfecta para todo el curso de nuestra santificación, desde la justificación inicial hasta la glorificación final.

(b) Con qué confianza espera «el gozo puesto delante de sí» (Heb 12:2), pues dice: «Ahora, pues, Padre, glorifícame tú» (v. Jua 17:5). Donde vemos:

Primero, lo que pide: «Glorifícame tú», como lo había pedido antes (v. Jua 17:1). Aunque el Padre se lo había prometido, Él lo pide no obstante, porque las promesas no están destinadas a sustituir a las oraciones, sino a estimularlas, y ser guía de nuestros deseos y fundamento de nuestras esperanzas.

Segundo, qué clase de gloria pide; no es una gloria en solitario, sino en compañía del Padre; no sólo dice: «glorifícame tú», sino que añade: «al lado tuyo». Las oraciones que suben desde este mundo inferior atraen gracia y paz de parte de Dios nuestro Padre y del Señor Jesucristo en perfecta conjunción (v. Rom 1:7; 1Co 1:3; 2Co 1:2; Gál 1:3; Efe 1:2; Flp 1:2; Col 1:2; 1Ts 1:1; 2Ts 1:2; 1Ti 1:2; 2Ti 1:2; Tit 1:4; en estas tres últimas con la añadidura de «misericordia»). Así vemos cómo el Padre glorificó a Jesús al lado suyo. Además, es una gloria duradera, eterna: «con aquella gloria que tuve contigo antes que el mundo existiese». Es cierto que, al ser Cristo en cuanto Dios uno con el Padre (Jua 10:30), la gloria eterna del Padre, aun prescindiendo de la obra de la creación y de la redención era común al Padre y al Hijo, pero el pensamiento que Cristo quiere recalcar aquí es más bien el de la gloria que estaba en los planes divinos desde toda la eternidad, y que según esos mismos planes, había de ser obtenida mediante la obra de la Redención en el Calvario (v. Jua 12:28). No es que Dios necesitase de nosotros para obtener esa gloria, pero la obtuvo por medio de nuestra redención. Como ha escrito E. Kevan: «No es que el hombre fuese digno de ser salvado por Dios, pero era digno de Dios salvar al hombre». En su estado de humillación, el Verbo se había despojado de esta gloria que le pertenecía como a Dios (v. Flp 2:6-7), manifestándose en carne (1Ti 3:16; 1Jn 4:2), no en gloria. Pero, en su estado de exaltación, reasumió la gloria de la que se había despojado (Flp 2:9-11). Observemos que Cristo no pide ser glorificado con los reyes y príncipes de este mundo, no; el que conocía los dos mundos, el de aquí abajo, y el de allá arriba, escogió la gloria del mundo más elevado, en comparación de la cual la gloria de este mundo no es más que humo y vanidad. «Haya, pues, en nosotros los mismos sentimientos que hubo también en Cristo Jesús» (Flp 2:5), y digámosle a Dios: «Padre, glorifícame tú al lado tuyo».

Tercero, qué apelación interpuso al orar así al Padre: «Yo te he glorificado» (v. Jua 17:4); «así, pues, ahora, Padre, glorifícame tú» (v. Jua 17:5). Hay una equidad en esta apelación, una proporción admirable porque si Dios había sido glorificado en Él, era lógico que Él fuese glorificado en Dios. Si el Padre había alcanzado tanta gloria en la humillación del Hijo, estaba muy puesto en razón que el Hijo no saliera perdedor en esa transacción, sino que fuese glorificado también por aquello en que el Padre había sido glorificado. Además esto estaba de acuerdo con el pacto de la Redención, puesto que fue «por el gozo puesto delante de Él» por lo que Jesús «soportó la cruz» (Heb 12:2). Puesto que Él ha llevado a término la obra que el Padre le dio a realizar, espera con toda razón que sea también llevada a término su exaltación. Por lo mismo que glorificó a Cristo, fue glorificado el Padre y, si nosotros glorificamos a Dios por la obra que Cristo llevó a cabo en el Calvario, demostramos que estamos satisfechos con aquello mismo con que Dios quedó satisfecho. Así se nos enseña, finalmente, que sólo aquellos que han glorificado a Dios por medio de una vida santa en la tierra, serán glorificados por Dios cuando ya no estén más en este mundo.

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