Juan 8:1 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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I. Vemos primero, en este capítulo, el retiro de Jesús al monte, cuando llegó el atardecer: Y Jesús se fue al monte de los Olivos» (v. Jua 8:1). Se fue de Jerusalén (no sólo por las razones apuntadas al final del comentario al cap. 7. Nota del traductor), quizá por no tener allí ningún amigo con la amabilidad o el coraje suficiente para darle posada por una noche, mientras que sus perseguidores tenían cada uno su propia casa. Durante el día, no temía exponerse a sí mismo de buena gana, a fin de llevar a cabo su obra en el templo; pero por la noche se retiró a la campiña, buscando en ella el cobijo conveniente.

II. Su regreso al templo por la mañana, y su tarea en aquel lugar (v. Jua 8:2). Vemos:

1. Cuán diligente predicador era Cristo: «Y de madrugada (lit.) se presentó de nuevo en el templo y … enseñaba» (v. Jua 8:2). Tres detalles se nos hacen notar aquí acerca de esta enseñanza de Cristo en la presente ocasión: (A) El tiempo: de madrugada. Cuando hay que llevar a cabo una tarea importante, tanto para la gloria de Dios como para el servicio del prójimo, es menester madrugar para sacar el mayor provecho de las horas del día; (B) el lugar: en el templo. No tanto por ser un lugar consagrado, cuanto por ser un lugar concurrido; (C) Su postura: «sentándose, les enseñaba», como quien sienta cátedra con gran autoridad y competencia (comp. con Jua 7:37, donde el contexto exige otra postura).

2. Cuán diligentemente acudía la gente a escucharle: «y todo el pueblo vino a Él» (v. Jua 8:2). Aunque a los líderes les disgustaba el que la gente viniera a escucharle, ellos (esa «gente maldita»), venían a oír sus enseñanzas; y, aun cuando los líderes estaban furiosos con Jesús, Él no cesaba por eso de enseñar.

III. Cómo se comportó Jesús con los que «le trajeron una mujer sorprendida en adulterio», para tentarle. Vemos:

1. El caso que le propusieron los escribas y los fariseos (v. Jua 8:3), «tentándole para tener de qué acusarle» (v. Jua 8:6):

(A) Le ponen delante al reo: Una mujer sorprendida en adulterio. Los convictos de este crimen habían de ser condenados a muerte de acuerdo con la ley judía. Los escribas y los fariseos la traen a Jesús y la ponen en medio, a la vista de todos y como dejándola enteramente al juicio de Cristo. El hecho de que la lleven a Jesús, y no al Sanedrín, tribunal competente en estos casos, demuestra que la traen únicamente para poner en aprieto al Maestro.

(B) Exponen a Jesús el cargo contra la mujer: «Maestro, esta mujer ha sido sorprendida en el acto mismo del adulterio» (v. Jua 8:4). Llaman «maestro» al mismo a quien el día anterior habían llamado «engañador». Los fariseos aparecen aquí extremadamente celosos contra el pecado, cuando poco después se ve que ellos mismos no estaban libres del mismo pecado (u otros) del que acusaban a la mujer. Es frecuente entre los que son indulgentes con sus propios pecados, el que sean muy severos con los pecados de los demás. Dice el Dr. J. D. Pentecost, en su comentario a Mat 5:8: «El hombre se mide a sí mismo al establecer la medida con su prójimo. Cuando él desea medir su carácter, su ética o su moral, siempre la mide en relación con sus semejantes. Siempre puede hallar a alguien que está algo más bajo que él, y midiéndose con otra persona, se felicita a sí mismo de no haber bajado tanto como otros. Esto significa que la definitiva pauta de moralidad reside en el individuo más perverso que exista. Aquel a quien consideramos por debajo de nosotros busca a alguien que esté por debajo suyo a fin de poder felicitarse a sí mismo. De este modo, vamos descendiendo en la pauta moral hasta que llegamos al nivel de la persona más pecadora que podemos descubrir». La prueba del crimen, en este caso era contundente: la mujer había sido sorprendida in fraganti, «en el acto mismo del adulterio» (v. Jua 8:4). A veces, es una gracia para los pecadores el que su pecado sea expuesto a la luz pública; mejor es que el pecado nos avergüence que el que nos condene.

(C) Presentan el precepto de la Ley que hacía al caso: «Y en la ley (v. Lev 20:10; Deu 22:22-23) mandó Moisés apedrear a tales mujeres» (v. Jua 8:5). La perversidad del adulterio está en razón directa de la santidad del matrimonio, pues es la violación de la primera institución divina en el estado de inocencia, por medio de la afición a una de las más viles concupiscencias del hombre en el estado de corrupción.

(D) Le piden que de su veredicto en este caso: «Tú, pues, ¿qué dices? Tú, que pretendes ser un maestro enviado por el Dios tres veces santo y que enseñas nuevas leyes, supuestamente más elevadas que las existentes, ¿qué dices en este caso tan perverso y tan notorio?» Si hubiesen hecho la pregunta con sinceridad, habría sido recomendable darles una respuesta clara. Pero «esto decían tentándole, para tener de qué acusarle» (v. Jua 8:6). Si confirmaba el veredicto de la ley de Moisés, le censurarían como inconsecuente consigo mismo, puesto que recibía a los cobradores de impuestos y a los pecadores y no ostentaba las señales características del Mesías, quien había de ser manso y traer salvación no condenación (además, v. Jua 18:31, con lo que podían acusarle ante el gobernador). Si la perdonaba, le acusarían de contravenir la ley de Moisés y fomentar el pecado, cosa indigna de quien profesaba la rectitud y la pureza propias de un profeta. Nótese: (a) que no presentan al hombre envuelto en el adulterio, porque les bastaba el arresto de uno de los cómplices; además, esta clase de pecado siempre ha parecido más abominable en la mujer; (b) como observa Hendriksen, es muy probable que estos escribas y fariseos no pretendiesen realmente que la mujer fuese apedreada, puesto que no era la mujer la que principalmente les interesaba, sino que sólo les servía de ocasión para tentar a Jesús y hacer de Él la verdadera víctima.

2. El método que siguió Jesús para resolver este caso y escapar del lazo que le tendían.

(A) Al principio se comportó como si no diera importancia al caso, haciéndose el sordo: «Pero Jesús, inclinado hacia el suelo, escribía en tierra con el dedo» (v. Jua 8:6). Es la única vez que el texto sagrado menciona a Jesús escribiendo, pero no se nos dice y, por tanto, es vana curiosidad preguntarlo, qué es lo que escribía o, si en realidad no escribía, sino que simplemente trazaba garabatos en el suelo, como quien está, o se hace, el distraído. Lo importante es el silencio de Jesús, no porque no supiese qué responder, sino para dar mayor solemnidad y majestad a lo que iba a decir después. Es un silencio parecido al de Apo 8:1. En todo caso, nos enseña una lección muy buena: Cuando nos propongan casos difíciles, no hemos de precipitarnos a responder, sino pensar dos veces antes de hablar. Por su parte, Jesús demostró que no sólo oía las palabras de ellos, sino que leía también los pensamientos del corazón.

(B) Acosado por las repetidas preguntas de sus enemigos, volvió contra ellos mismos el veredicto que formulaban contra la mujer (v. Jua 8:7). En efecto:

(a) Ellos «insistían en preguntarle» (v. Jua 8:7). Podemos imaginárnoslos urgiendo a Jesús, cada vez con mayor vehemencia, a que responda, animados por el silencio mismo de Cristo, como si estuviese en gran aprieto y no supiera qué decir.

(b) Ante la insistencia de ellos, el Señor «se enderezó y les dijo …» (v. Jua 8:7). Al cambiar de postura, para añadir peso y majestad al veredicto que iba a pronunciar, les dio una respuesta que sólo Él era capaz de dar, no sólo por su omnisciencia, sino también por su absoluta pureza. No rebajó las demandas de la ley ni excusó el pecado de la mujer; ni siquiera rebajó la pena de lapidación conmutándola por otra más suave, pero les mostró que ellos no eran testigos cualificados para ejecutar la sentencia (v. Deu 17:7), pues habían incurrido en el mismo pecado del que acusaban a la mujer: «El que de vosotros esté sin pecado, sea el primero en arrojar la piedra contra ella» (v. Jua 8:7). Esto nos recuerda lo que dice Pablo en Rom 2:1: «Por lo cual eres inexcusable, oh hombre, quienquiera que seas tú que juzgas; pues en lo que juzgas al otro, te condenas a ti mismo; porque tú que juzgas practicas lo mismo». Siempre que hallemos faltas en otros, debemos reflexionar y ser más severos con relación a nuestros pecados que contra los ajenos, principalmente porque conocemos los motivos y circunstancias de los nuestros, mientras que desconocemos las intenciones y circunstancias de los demás. No arrojemos piedras al tejado ajeno, cuando el nuestro es de cristal. Quienes tengan el deber de amonestar a otros, deben primero mirar hacia sí mismos y conservarse puros (v. Gál 6:1). Hay otra lección importante en este pasaje: La perversidad de la lengua de estos acusadores era cien veces mayor que el pecado carnal de aquella mujer. Es muy de notar que la Epístola de Santiago, tan llena de normas prácticas de ética cristiana, sólo mencione de pasada el adulterio (Jua 2:11. Lo de Jua 4:4 se refiere al adulterio espiritual) mientras que dedica grandes porciones a los pecados de la lengua.

(c) Una vez que pronunció la inesperada sentencia, Jesús «inclinándose de nuevo hacia el suelo, siguió escribiendo en tierra» (v. Jua 8:8). Como si dijese: «¡Ahí queda eso! Ahora, haced lo que mejor os parezca. ¿Os atreveréis a apedrearla?» Algunos MSS añaden: «los pecados de cada uno de ellos». Pero esa lectura, aparte de estar mal atestiguada, no está de acuerdo con el tenor general de la Biblia, pues el Señor no escribe en tierra los pecados de los hombres, sino que están escritos «con cincel de hierro y con punta de diamante» (Jer 17:1). Los pecados no se borran ni se olvidan ante los ojos de Dios mientras no son borrados por la fe en el Hijo de Dios.

(d) Los escribas y fariseos quedaron como fulminados por las palabras de Jesús, así que dejaron de perseguir al Señor al que querían tentar, y de proseguir a la mujer, a la que ya no se atrevieron a acusar: «Acusados por su conciencia, saltan uno por uno» (v. Jua 8:9). Quizá les asustó ahora el que Jesús volviera a escribir en el suelo, como se asustó el rey Belsasar (Dan 5:6) ante el escrito que apareció sobre la pared. O tal vez les amedrentó la denuncia que les hizo ante la conciencia de ellos, no fuese que descubriese también a la luz pública lo que la luz privada de la conciencia les reprendía. La conciencia es la luz de Dios depositada en el interior del hombre, y una palabra de Cristo puede reavivar esa luz (v. Heb 4:12). Esto no quiere decir que estos escribas y fariseos quedasen sinceramente avergonzados de sus pecados; el texto no da motivo alguno para pensar así. Al marcharse rápidamente, mostraban que no les agradaba permanecer por más tiempo con la conciencia descubierta. Si hubiesen estado en buena disposición, habrían permitido que quien les había abierto la herida, escudriñase la ponzoña y sanase lo que estaba enfermo (v. Mat 8:12; Mar 2:17; Luc 5:31). Lo de «comenzando desde los más viejos hasta los últimos» (v. Jua 8:9) no hay razón suficiente para interpretarlo según hacen muchos como si los más viejos tuviesen conciencia de haber cometido mayor número de pecados que los otros, sino que tenían mayor astucia para comprender que no les quedaba más remedio que salir cuanto antes para evitar el ridículo. El hecho de que saliesen uno por uno también da a entender que no querían salir en tropel, todos a la vez, para disimular así mejor la derrota que habían sufrido.

(e) Cuando los vencidos demandantes abandonaron el campo de batalla, «quedó solo Jesús, y la mujer que estaba en medio» (v. Jua 8:9), es decir, en el centro de la escena donde la habían dejado sus acusadores. La mujer no trató de escapar, como lo habían hecho los enemigos de Jesús, sino que se quedó delante del Juez ante quien la habían presentado; sólo quedaban en torno, pero algo más lejos, los que habían venido a escuchar las enseñanzas de Jesús. Quienes son llevados ante el tribunal del Señor, nunca tendrán ocasión ni necesidad de apelar a un tribunal superior. Nuestro caso queda resuelto en el tribunal del Evangelio; somos dejados con Jesús solo, y sólo con Él se ha de sentenciar nuestra causa. Si el Evangelio es nuestra norma, de salvación será nuestra sentencia.

(f) Y aquí se acabó el proceso: «Enderezándose Jesús, y no viendo a nadie sino a la mujer …» (v. Jua 8:10). Es probable que la mujer quedase temblando, como quien está perplejo ante la decisión que el Juez va a tomar y la sentencia que se va a pronunciar. Cristo no tenía pecado y, por tanto, estaba en condiciones de arrojar el primero la piedra; pero, aunque nadie hay tan severo como Él contra el pecado, nadie hay tan misericordioso como Él hacia el pecador, pues es «tardo para la ira, y grande en misericordia y verdad» (Éxo 34:6, comp. con Jua 1:14, Jua 1:17). A continuación, Cristo cita a los demandantes a que sigan con su acusación: «Mujer, ¿dónde están aquellos que te acusaban? ¿Ninguno te condenó?» (v. Jua 8:10). Pregunta Jesús, a fin de avergonzar a los escribas y fariseos, no porque no supiera que se habían ido, sino para imprimir mejor en el corazón de la mujer el perdón que iba a concederle, después que ninguna otra persona se había atrevido a pronunciar contra ella la sentencia de condenación que demandaba la ley de Moisés. «Ella dijo: Ninguno, Señor» (v. Jua 8:11). Se dirige a Jesús con todo respeto, llamándole «Señor». Notemos también que, al verse libre de la acusación de los escribas y fariseos, no se excita por la derrota de éstos ni les insulta en su retirada, sino que se limita a contestar humilde y concisamente sobre lo que sólo a ella le concernía. Los verdaderos penitentes tienen bastante con dar a Dios cuenta de sí mismos, y no se ocupan en declarar los pecados ajenos. Así que la prisionera es descargada con las palabras del Juez: «Tampoco yo te condeno; vete y no peques ya más» (v. Jua 8:11); con lo que vemos:

1. Que queda descargada de la pena temporal, pues Jesús viene a decirle: «Si ellos no te condenan a ser apedreada, tampoco yo te condeno». Cristo no quería condenar a esta mujer a la pena capital: (a) Porque no era ése su oficio; no se interfería en los asuntos del orden secular (v. Luc 12:14); (b) porque los que la habían demandado eran más culpables que ella y habían desistido de proseguir el proceso. Pero Jesús la despidió con la advertencia: «Vete y no peques más». Cuanto más favorable es la sentencia, tanto más suave es la reprensión por lo cometido y la amonestación a no reincidir. Quienes se esfuerzan por salvar la vida de un criminal condenado a muerte, habrían de imitar al Señor, y ayudar con una amonestación similar a salvar también el alma del indultado.

2. Que queda descargada de la condenación eterna. Porque, al decirle Cristo: «Tampoco yo te condeno», equivalía a decirle: «Yo te perdono», puesto que «el Hijo del Hombre tiene autoridad en la tierra para perdonar pecados» (Mat 9:6; Mar 2:10; Luc 5:24). Como conocía el interior del corazón, sabía que la mujer estaba arrepentida sinceramente y, por eso, le dirigió estas consoladoras palabras. De cierto son consolados aquellos a quienes Jesús no condena. Pero el enorme favor que Cristo nos ha prestado debe servirnos de acicate para no volver a pecar; así lo piden la gratitud y el amor que hemos de tener a quien es, a un mismo tiempo, «bueno y recto» (Sal 25:8). Como observa Agustín de Hipona, Jesús no le dijo a esta mujer: «Vete y haz lo que quieras», sino: «Vete y no peques más» (comp. con Rom 6:1, Rom 6:15).

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