Juan 9:13 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Podría esperarse que un milagro tan sensacional de Cristo hubiese silenciado y avergonzado a cuantos se oponían al Señor pero tuvo el efecto contrario: en vez de recibirle como al gran profeta, le sometieron a juicio como a un gran criminal.

I. «Llevaron ante los fariseos al que había sido ciego» (v. Jua 9:13). Hay quienes piensan que los que llevaron a este hombre a los fariseos, lo hicieron con buen fin, para mostrarles que este Jesús no era lo que ellos decían, sino alguien que había presentado pruebas suficientes de su divina misión. Otros piensan que lo hicieron con mala intención. Del texto no es posible colegir lo uno o lo otro. Quizá simplemente pensaban que era un caso tan portentoso que requería una investigación a fondo.

II. Toda obra buena que es puesta en descrédito, siempre lo es bajo pretexto de alguna irregularidad. La irregularidad era, en este caso, que «era sábado cuando Jesús había hecho el lodo, y le había abierto los ojos» (v. Jua 9:14). Las tradiciones de los judíos habían hecho que fuese considerado como violación del sábado algo que no lo era en realidad. Pero habrá quien pregunte: «¿Por qué se empeñaba Jesús, no sólo en hacer milagros en sábado, sino también de una forma con la que sabía que había de ofender a los judíos? ¿No podía haber sanado a este hombre sin haber hecho lodo?» La respuesta es que Jesús tenía la intención deliberada de mostrar que no estaba dispuesto a someterse a las falsas normas de escribas y fariseos. Cristo se sometió a la ley de Moisés, porque era la ley de Dios, pero no quiso someterse a las falsas leyes de hombres que así usurpaban el poder de Dios. Lo hacía así para mejor exponer, de palabra y de obra, cuál era la ley del cuarto mandamiento del Decálogo.

III. La meticulosa investigación que los fariseos emprendieron sobre este caso. Aparece aquí tal dosis de pasión, prejuicios y mala voluntad, y tan poca lógica, que todo el interrogatorio no es otra cosa que inútiles repeticiones de las mismas preguntas. La enemistad que abrigaban contra Cristo les despoja de toda clase de humanidad. Veamos cómo trataron de importunar a este hombre.

1. Le interrogan primero acerca de la curación misma: «Volvieron, pues, a preguntarle también los fariseos cómo había recibido la vista» (v. Jua 9:15). No creían que el hombre hubiese nacido ciego; esto mostraba que no les movía una prudente precaución, sino una incredulidad llena de prejuicios. Le hacen la misma pregunta que le habían hecho los vecinos, pero esta vez con la intención clara de tener con qué acusar al Señor. El hombre contesta igual que lo había hecho anteriormente: «Me puso lodo sobre los ojos, y me lavé y veo». La única diferencia es que antes había dicho: «y recibí la vista»; pero, a fin de que quedase claro que lo que había recibido no era sólo un «vistazo», dice ahora: «y veo», es decir, continúo viendo, como indica el tiempo presente del verbo griego; es una cura completa y permanente. Esta respuesta abre la puerta a toda una batalla de silogismos por parte de los fariseos:

(A) Algunos aprovecharon la oportunidad de censurar y condenar a Cristo, pues decían: «Ese hombre no procede de Dios, porque no guarda el sábado» (v. Jua 9:16). Hendriksen desarrolla así el silogismo:

Premisa mayor: Todos los que son de Dios guardan el sábado.

Premisa menor: Este hombre (Jesús) no guarda el sábado.

Conclusión: Luego este hombre no procede de Dios.

Este silogismo es incorrecto, por la sencilla razón de que lo que los fariseos entendían por «guardar el sábado» no era, en realidad, observar la ley de Dios, sino las tradiciones de los ancianos. Por tanto, no se podía inculpar a Jesús de quebrantar el sábado. Con esto se ve cuántas injusticias pueden cometerse cuando los hombres hacen las normas de la religión más estrictas de lo que Dios las hizo. Sólo la Palabra de Dios debe ser nuestra norma auténtica de fe y conducta.

(B) Otros hablaron en favor de Cristo, arguyendo de la siguiente manera: «¿Cómo puede un hombre pecador hacer tales señales?» (v. Jua 9:16). El silogismo de éstos viene a ser el siguiente:

Premisa mayor: Sólo quienes son de Dios pueden curar a un ciego.

Premisa menor: Este hombre (Jesús) abrió los ojos de un ciego de nacimiento.

Conclusión: Luego este hombre procede de Dios.

Nótese que, aun cuando la conclusión es correcta, el silogismo no lo es. En primer lugar, el argumento es puesto en forma de pregunta. Téngase en cuenta que todos los que discuten ahora (con la mayor probabilidad, en el Sanedrín) son fariseos. En segundo lugar, la premisa mayor es falsa, puesto que hay quienes pueden hacer milagros sin proceder de Dios (comp. con Mat 7:22.). Es un razonamiento parecido al que se implica en el versículo Jua 9:2: «¿Quién pecó …?», como si sólo los malvados hubiesen de sufrir calamidades. El evangelista añade: «Y había disensión entre ellos». Por carecer de la disposición necesaria, todos ellos se debatían en la oscuridad. Dios confunde a los adversarios de la verdad y siembra la división entre ellos.

2. Le interrogan después acerca del autor de la curación: «¿Qué dices tú del que te abrió los ojos?» (v. Jua 9:17). Si el hombre respondía menospreciando a Cristo, como podría estar tentado a hacerlo por complacerles o por miedo de contrariarles, habrían triunfado en toda la línea. No hay cosa que tanto endurezca a los enemigos de Cristo en sus impías opiniones, como el menosprecio que parezcan tenerle los que pasan por ser sus amigos. Pero si el hombre hablaba bien del Señor, le entablarían proceso ante el Sanedrín. Sin embargo, aquellos cuyos ojos han sido abiertos por Jesucristo, saben cómo hablar bien de Él: «Y él dijo: Que es profeta» (v. Jua 9:17). Con la poca luz que aún poseía, el hombre no pudo pensar todavía que Jesús fuese el Mesías, pero habló suficientemente bien de Él. Este pobre mendigo, ciego hasta hacía poco, tenía de las cosas pertenecientes al reino de Dios un discernimiento mucho más claro que los que eran maestros de Israel.

3. Antes de volver a la carga con el hombre los fariseos se van ahora hacia los padres del hombre, ya que a éste no le creían (v. Jua 9:18), y les preguntan: «¿Es éste vuestro hijo, el que vosotros decís que nació ciego? ¿Cómo, pues, ve ahora?» (v. Jua 9:19). Como si dijesen: «Esto es imposible; así que es mejor que os desdigáis». Quienes no pueden soportar el resplandor de la verdad, hacen todo lo posible por eclipsarla e impedir que se manifieste. Nótese la duda que interponen al dirigirse a los padres del hombre: «el que vosotros decís que nació ciego …», como negando implícitamente que el hombre hubiera nacido ciego, aunque sus padres lo aseguraran. «Sus padres respondieron y les dijeron: Sabemos que éste es nuestro hijo y que nació ciego» (v. Jua 9:20). Sí, lo sabían bien, porque les había causado muchas lágrimas y muchas horas de molestia y fatiga la condición de su hijo. Quienes se avergüenzan de sus hijos a causa de las enfermedades físicas o mentales de éstos tienen aquí una lección que aprender, pues estos padres no tuvieron empacho en reconocer por suyo (recuérdese el v. Jua 9:2) este hijo. Pero, con toda cautela, declinan el dar evidencia del modo como se había llevado a cabo la curación, puesto que ellos no habían sido testigos de ella: «pero cómo es que ahora ve, no lo sabemos; o quién le haya abierto los ojos, nosotros tampoco lo sabemos» (v. Jua 9:21). Ahora bien, estos padres quedaban obligados a guardar inmensa gratitud hacia el hombre que de tal manera había curado a su hijo, pero no tuvieron el coraje de dar testimonio explícito acerca de Jesús. Por eso, les remiten al mismo que había experimentado la curación: «Edad tiene, preguntadle a él; él hablará de sí mismo» (v. Jua 9:21). Aunque, para ciertas obligaciones, la edad era a los trece años, en casos como éste es preferible la opinión de Ryle, de que la edad era a los treinta años. El versículo siguiente explica la razón por la que los padres de este hombre tuvieron miedo de dar de Jesús un testimonio claro y valiente. Al que, por esto, les acuse de cobardes, hemos de hacerle la pregunta: «¿Qué habría hecho usted ante una situación semejante y con el escaso conocimiento que, sin duda, estas personas tenían del Salvador?»

4. La pena a que se exponían quienes confesasen que Jesús era el Mesías (v. Jua 9:22). A esta pena es a la que los padres del nacido ciego tuvieron miedo, pues pensaron como el común de la gente: «Cercano es mi hermano, cercano es mi hijo, pero más cercano me soy yo mismo; así que yo soy el prójimo más próximo al que debo tener en cuenta». Vemos:

(A) La reciente ley que había promulgado el Sanedrín: «Los judíos ya habían acordado que si alguno confesase que Jesús era el Mesías (o: confesase a Él lit. como Mesías), fuera expulsado de la sinagoga». Nótese:

(a) El supuesto crimen que debía ser castigado con esta clase de «excomunión»: recibir y confesar a Jesús como al prometido Mesías. Los mismos fariseos esperaban al Mesías, pero los prejuicios les impedían reconocer en Jesús de Nazaret al verdadero Mesías, ya que, primero, las normas de Cristo eran contrarias a las leyes que ellos mismos se habían fijado; la adoración en espíritu y en verdad desmontaba las externas formalidades de ellos; y la humildad, la mortificación, el arrepentimiento y la negación de sí mismo eran lecciones que sonaban muy extrañas a los oídos de ellos; segundo, las promesas y la apariencia externa de Jesús eran contrarias a las expectaciones que ellos abrigaban acerca del futuro Mesías. Un Mesías que aparecía tan pobre y humilde, y que demandaba de sus seguidores negarse a sí mismo, llevar la cruz y disponerse a sufrir persecución, les causaba tal desilusión, que no podían compaginarle con sus fallidas esperanzas.

(b) La pena con que había de ser castigado dicho supuesto crimen. Si alguien se atrevía a tenerse por discípulo de Cristo debía ser expulsado de la sinagoga. No era esto una mera medida disciplinaria; era, en realidad, ser puesto fuera de la ley y de la comunidad judía. Dice Hendriksen: «El relato sugiere, a no dudarlo, que la pena de excomunión aquí citada era terrible y definitiva. Para otras referencias a la aplicación de esta norma, véanse Jua 12:42; Jua 16:2. Nótese que, en esta última referencia, la expulsión de la sinagoga y la pena de muerte van yuxtapuestas». No sólo de los tribunales judíos y romanos tuvieron que sufrir persecución los primeros cristianos, sino que la misma Iglesia oficial, cuando su autoridad ha estado en malas manos, ha lanzado los proyectiles de su más pesada artillería contra sus mejores miembros. No es cosa nueva ver expulsados de la sinagoga a los que han sido el mejor ornamento y la mayor bendición de ella.

(B) La influencia que esta ley tuvo sobre los padres del hombre: «Por eso dijeron sus padres: Edad tiene, preguntadle a él» (v. Jua 9:23). No se comprometieron a decir nada en favor de Jesús, «porque tenían miedo a los judíos» (v. Jua 9:22). Cristo había suscitado el furor de los fariseos al curar a este hombre en sábado, pero sus padres no querían suscitar el mismo furor al hacer honor a Cristo.

5. Al ver que no adelantaban nada, los fariseos vuelven a la carga e interrogan de nuevo al que había sido ciego. Comienzan hablándole de una manera solemne: «Da gloria a Dios, nosotros sabemos que ese hombre es pecador» (v. Jua 9:24). Hendriksen y Ryle piensan que la primera frase viene a decir: «Da a Dios, no a este hombre, la gloria de tu curación». Esta opinión recalca el contraste entre «Dios» y «ese hombre», pero es una interpretación que se nos antoja forzada. Un lugar parecido nos da la clave para interpretar éste: Jos 7:19. De acuerdo con esto, la frase viene a decir: «Da gloria a Dios (fórmula bíblica para conjurar) y dinos la verdad». M. Henry (nota del traductor) admite ambos sentidos. Respecto del primero, hace la siguiente aplicación: «Cuando Dios usa hombres pecadores como instrumentos para hacernos el bien, debemos dar la gloria a Dios, sin olvidar la gratitud que debemos a los instrumentos». Si se toma como conjuro, vemos de qué forma tan baja tratan a Jesús («ese hombre es pecador»), y con qué insolencia se atreven a conjurar al hombre a que diga la verdad (es decir, lo que ellos aseguran ser verdad), con ese arrogante «sabemos». Como si dijesen: «Sabemos que ese hombre es pecador, y nadie podrá convencernos de lo contrario». El mismo Jesús les había retado a que le redarguyesen de pecado (Jua 8:46), y no habían podido hacerlo, pero ahora, a espaldas de Él, le denuestan como a criminal. Así ocurre muchas veces, que los falsos acusadores quieren suplir con arrogantes declaraciones lo que les falta de sinceridad y de pruebas. El Señor Jesús vino, no sólo en forma de esclavo (Flp 2:7), sino también «en semejanza de carne de pecado» (Rom 8:3) y, habiendo de ser hecho pecado por nosotros (2Co 5:21), despreció incluso este vituperio (v. Heb 12:2 «menospreciando el oprobio»).

6. El debate que, a continuación, se suscitó entre los fariseos y este pobre hombre acerca de Cristo. Ellos decían: «Es pecador»; pero él aseguraba: «Es profeta». Para cuantos se vean en la necesidad de dar testimonio de Cristo, es un gran consuelo y un ejemplo magnífico el valor y la prudencia de este recién curado ciego de acuerdo con la promesa que había hecho Jesús: «Os será dado en aquella hora lo que habéis de hablar» (Mat 10:19). Ahora bien, en esta discusión podemos observar tres pasos:

(A) El hombre se aferra a la evidencia del hecho que ellos intentan negar. Sin meterse a juzgar en causas ajenas, da testimonio de lo que él ha experimentado en su propia persona: «Si es pecador, no lo sé; una cosa sé, que siendo (lit.) ciego, ahora veo» (v. Jua 9:25). Por el versículo Jua 9:33, vemos que, no obstante esta reticencia calculada, el hombre reprueba tácitamente el mal apelativo que ellos le cuelgan a Jesús, y viene a decir: «Si vosotros estáis seguros de que ese hombre es pecador, yo, que por experiencia propia conozco su bondad y su poder, no le puedo atribuir tal carácter». Dice el sabio refrán: «Contra los hechos, no valen los argumentos». Así como los favores de Cristo, por nadie son mejor valorados que por quienes se han sentido necesitados de ellos, así también el afecto y la gratitud más durables hacia Cristo provienen de aquellos que han adquirido de Él un conocimiento experimental. Por eso, en las obras de la gracia, aun cuando una persona no pueda explicar a otros el cuándo y el cómo del cambio que ha experimentado, y aun cuando no tenga los suficientes estudios bíblicos para presentar defensa razonada de su fe (1Pe 3:15), al menos puede decir como el ciego recién curado: «una cosa sé, que yo era ciego y ahora veo». Los fariseos siguen preguntándole, con inútiles repeticiones: «¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos?» (v. Jua 9:26). Insistían en sus preguntas, porque echaban en falta algo seguro que pudiesen decir a sus colegas del Sanedrín, y preferían seguir con sus impertinencias antes que verse humillantemente silenciados. Esperaban también que, a fuerza de hacerle repetir al hombre las preguntas sobre su experiencia, llegarían por fin a atraparle en alguna contradicción.

(B) El hombre les echa en cara los prejuicios que les impiden ver la verdad, y ellos le vilipendian como a discípulo de Jesús (vv. Jua 9:27-29).

(a) El recién curado ciego se niega a repetir de nuevo la misma historia, al ver que se oponen sin razón alguna a la evidencia del milagro: «Ya os lo he dicho y no habéis escuchado; ¿por qué lo queréis oír otra vez? ¿Acaso queréis también vosotros haceros sus discípulos?» (v. Jua 9:27). Se nota que el hombre comienza a perder la paciencia. En cuanto a la última frase, hay quien opina que el hombre la dijo con toda seriedad pero es cosa segura que dicha pregunta fue hecha con la más sarcástica ironía, como si dijese: «Parece que tenéis demasiado interés en lo que ese hombre ha hecho conmigo; ¿es que quizá también vosotros, precisamente vosotros queréis haceros discípulos suyos?» Quienes cierran los ojos a la luz, como lo hacían estos fariseos primero, se hacen a sí mismos viles y despreciables; segundo, se niegan a sí mismos el beneficio de una ulterior información e instrucción. Si ya lo han oído más de una vez, y no han querido escuchar, ¿para qué se les ha de repetir lo mismo? Y tercero, demuestran que han recibido en vano la gracia de Dios, por lo que merecen que no se les conceda otra oportunidad.

(b) Al percibir la ironía con que les zahería el hombre, los fariseos se revuelven furiosos cubriéndole de insultos (v. Jua 9:28). Al no poder resistir a la sabiduría ni al espíritu con que hablaba (comp. con Hch 6:10), prorrumpen en improperios de pasión no controlada. Es método corriente entre los que no hallan razón para sus propósitos, tratar de suplir con insultos lo que les falta de verdad y buenas razones. Vemos aquí que:

Primero, le echan en cara el afecto que siente hacia Cristo: «Tú eres discípulo de ése». Así «le insultaron» o, como dice la Vulgata Latina, «le maldijeron», pues ambas cosas significa el verbo griego. ¿Y cuál fue la maldición que le echaron? «Tú eres discípulo de ése.» Nótese el pronombre con el que silencian despectivamente el nombre de Jesús, como si fuese para ellos un veneno. Piensan que, con ello, infieren al hombre el mayor insulto posible. Dice Agustín de Hipona: «¡Caiga esa maldición para siempre sobre nosotros y sobre nuestros hijos!» Adviértase que estos fariseos no tenían ningún motivo para llamar a este hombre «discípulo de Jesús», cuando se había limitado a hablar bien de quien le había hecho tan gran favor, pero ni esto podían soportar ellos oír.

Segundo, se glorían arrogantemente de ser ellos «discípulos de Moisés». Antes se habían gloriado de su buen linaje: «Nuestro padre es Abraham» (Jua 8:39). Ahora se glorían de su buena educación: «Somos discípulos de Moisés», como si esto pudiera salvarlos. Había perfecta armonía entre Cristo y Moisés (v. Jua 5:45-47); si hubiesen sido buenos discípulos de Moisés, lo habrían sido también de Cristo; pero, al oponerse a Cristo, demostraban que no eran de verdad discípulos de Moisés. Si nos percatamos bien de la armonía entre Moisés y Jesús, hallaremos que la gracia de Dios y el deber del hombre se salen al encuentro mutuamente y se dan el beso de la justicia y de la paz (Sal 85:10).

Tercero, ésta es la razón por la que ellos se adhieren a Moisés y rechazan a Cristo: «Nosotros sabemos que Dios ha hablado a Moisés; pero respecto a ése, no sabemos de dónde es» (v. Jua 9:29). Nótese de nuevo la forma despectiva con que hablan de Jesús, y téngase en cuenta que, en realidad, no niegan el conocer el lugar nativo de Jesús (comp. con Jua 6:42; Jua 7:27), sino más bien la fuente de la cual derivaba Cristo su autoridad, mientras que de Moisés aseguran saber que Dios le había hablado. Pero, ¿acaso no había predicho el propio Moisés la futura venida de otro profeta (Deu 18:18), que les hablaría todo lo que Dios le mandase? (v. Jua 3:34; Jua 4:25; Jua 8:28; Jua 12:49-50). Con todo, cuando Jesús, el profeta anunciado por Moisés, apareció en público, no sólo olvidaron, sino que renunciaron voluntariamente, a las bendiciones prometidas. En este argumento, nótese: (i) cuán impertinentemente afirmaban lo que nadie había negado: «que Dios había hablado a Moisés». Lo sabían todos y, gracias sean dadas a Dios, también nosotros lo sabemos. Es verdad que Moisés era profeta, ¿y acaso era eso un obstáculo para que Cristo lo fuese también? (ii) cuán absurdamente oponen su desconocimiento de Cristo como razón para justificar el desprecio que sentían hacia Él: «pero respecto a ése, no sabemos de dónde es». Hay quienes desconocen las enseñanzas de Cristo porque están resueltos a no creerlas, y luego pretenden demostrar que no pueden creerlas porque no las conocen.

7. El hombre razona todavía con ellos con gran sabiduría, y ellos le insultan más vilmente también y le expulsan finalmente de la comunión con la nación judía (vv. Jua 9:30-34).

(A) El pobre hombre, al ver que la razón estaba de su parte, cobra mayor coraje y expresa asombro ante la incredulidad de ellos: «pues en eso está lo asombroso, en que vosotros no sepáis de dónde es, y a mí me abrió los ojos» (v. Jua 9:30). De dos cosas se asombra este hombre: (a) De que a ellos les resulte tan extraño un hombre tan famoso. El que tenía poder para abrir los ojos de un ciego de nacimiento, por fuerza debía de ser una persona notable y digna de ser tenida en cuenta. El que ellos hablasen como si diesen a entender que no era digno de ellos llegar al conocimiento de tal persona, era cosa sobremanera extraña. Hay muchos que pasan por letrados y expertos, pero no sienten interés, ni siquiera curiosidad, en conocer las «cosas a las que anhelan mirar los ángeles» (1Pe 1:12). (b) De que ellos pusieran en duda la misión divina de alguien que, sin lugar a dudas, había llevado a cabo un portentoso milagro. «Cosa extraña es viene a decirles que el milagro obrado en mí no acabe de convenceros, y que de una manera tan obstinada cerréis los ojos a la luz.» Si los ojos de los fariseos hubieran estado abiertos, no habrían dudado de que Jesús era profeta. Y el hombre sigue arguyendo de forma contundente, y demuestran que Cristo, no sólo no era pecador (v. Jua 9:31), sino también que venía de parte de Dios (v. Jua 9:33). En efecto:

Primero, vemos que arguye: (i) con gran conocimiento. Aunque no había tenido nunca la oportunidad de leer una sola letra del Libro Sagrado, se ve que estaba bien familiarizado con las Escrituras; al que le faltaba el sentido de la vista, no le faltaba el sentido del oído, por el que entra la fe (v. Rom 10:17). (ii) Con gran celo por el honor de Cristo. (iii) Con gran denuedo y valentía. Quienes tienen en mucho los favores de Dios, no temen suscitar los furores de los hombres.

Segundo, su argumentación puede ponerse en forma silogística como lo había hecho el salmista (v. Sal 66:18-20). El silogismo implícito de este hombre era el siguiente:

Premisa mayor: Sólo el que es temeroso de Dios, y hace su voluntad, es escuchado por Dios para obrar milagros.

Premisa menor: Este hombre, Jesús, ha sido escuchado por Dios a fin de que obrase en mí este gran milagro.

Conclusión: Luego este hombre es de Dios, no puede ser un pecador.

Como dice Hendriksen: «¡Esto sí que es asombroso de veras: Un mendigo derrotando a los fariseos con las propias armas de ellos!» El hombre considera este milagro como respuesta a una oración (comp. con Jua 11:42). Al leer lo de que «Dios no oye a los pecadores» Agustín de Hipona atribuyó ignorancia a este hombre, como si no hubiese recibido aún la iluminación necesaria para entender que Dios sí oye a los pecadores, como escuchó la oración del publicano (Luc 18:13-14). Pero no fue el hombre este quien careció de iluminación necesaria, sino el propio Agustín, por no entender debidamente el sentido de la frase. Lo que Dios no oye es la invocación que un impostor o un hipócrita le haga para que refrende con un milagro las enseñanzas o las supuestas credenciales que tal impostor presente. En este sentido, la lógica del mendigo es perfecta: Sólo quien está dispuesto a hacer la voluntad de Dios puede ser escuchado por Dios. Así que aquí no se desanima a los pecadores sinceramente arrepentidos, sino a los que están endurecidos en sus pecados. «Pero si alguno es temeroso de Dios, y hace su voluntad, a ése oye» (v. Jua 9:31). He aquí un sencillo retrato de un hombre justo: «teme a Dios y guarda sus mandamientos, porque esto es el todo del hombre» (Ecl 12:13); es decir, todo su deber y toda su verdad.

Tercero para dar más fuerza a su argumento, el hombre engrandece el poder milagroso de Jesús: «Desde el principio no se ha oído decir que alguien abriese los ojos a uno que nació ciego» (v. Jua 9:32). Era un gran milagro, muy superior al poder de la naturaleza; nunca se había oído que un hombre curase por medios naturales a un ciego de nacimiento; era algo sin precedente. Moisés había obrado numerosas plagas, pero Jesús obró numerosas curaciones.

Cuarto, concluye, pues, el hombre con toda lógica: «Si éste no viniera de parte de Dios, nada podría hacer» (v. Jua 9:33). Lo que Cristo llevó a cabo en la tierra, demostraba suficientemente lo que Él era en el Cielo (comp. con Jua 3:13). Por aquí podemos conocer también nosotros si somos de Dios o no; ¿qué estamos haciendo? ¿Obras en que Dios se complace o cosas que suscitan su ira? ¡Imitemos al Apóstol! (v. Flp 3:8-14).

(B) Los fariseos no quieren escuchar más e interrumpen al hombre llenándole de insultos (v. Jua 9:34). Al no saber cómo responder a la perfecta lógica del mendigo, se ensañan contra su persona: «Tú naciste todo entero en pecado, ¿y nos enseñas a nosotros?» (v. Jua 9:34). Así vemos:

(a) Cómo despreciaron su persona al venir a decir: «Tú no sólo naciste en pecado como los demás hombres, sino que toda tu persona nació corrompida, pues llevas en tu cuerpo, lo mismo que en tu alma, las marcas de corrupción, como alguien a quien la naturaleza misma ha cubierto de estigmas». Estas frases de vituperio eran tanto más injustas cuanto que ahora la sanación llevada a cabo en él por el Señor Jesús, no sólo había borrado el estigma de la ceguera física, sino que había señalado a este hombre como favorito del Cielo.

(b) Cómo desdeñaron ser enseñados por él: «¿Y nos enseñas a nosotros?» Hay aquí un tremendo énfasis en el contraste entre ese «tú» y el «nosotros», como si dijesen: «¿Qué? ¿Pretenderás tú, estúpido, ignorante, iletrado, enseñarnos a nosotros, que nos sentamos en la cátedra de Moisés?» Los orgullosos desdeñan ser enseñados, sobre todo por parte de sus inferiores, con lo que se privan a sí mismos de grandes conocimientos; nunca deberíamos tenernos por demasiado viejos, demasiado buenos o demasiado sabios, para aprender; los que poseen mucha riqueza material todavía quieren adquirir siempre más; ¿y por qué no han de abrigar los mismos deseos quienes poseen grandes conocimientos?

(c) Finalmente, «le expulsaron». Hay quienes entienden, por esta frase, que le despidieron simplemente de la reunión del Sanedrín; pero es mucho más probable que le despidieran, no sólo de la reunión que estaban celebrando, sino también de la comunión religiosa de la nación de Israel (v. Jua 9:13).

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