Mateo 11:7 Explicación | Estudio | Comentario Bíblico de Matthew Henry

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Después del episodio anterior, es probable que algunos de los discípulos de Cristo tomasen ocasión de las palabras de Cristo para tener a Juan por débil, vacilante e inconsecuente consigo mismo. Para impedirlo, Cristo da a continuación un vibrante testimonio de la fidelidad del Bautista, y describe su carácter con breves, pero expresivas pinceladas. En esto, nos sirve de ejemplo para que hablemos bien de los que son dignos de alabanza, aunque pasen por momentos de debilidad. Cuando el prestigio de Juan estaba en su apogeo, y el de Cristo estaba en la oscuridad, Juan dio un testimonio noble y brillante de Cristo; ahora que el prestigio de Jesús estaba en alza, y el del Bautista menguaba en la oscuridad de una lejana prisión (v. Jua 3:30), es Cristo quien da un noble y brillante testimonio acerca de Juan. Éste se había abajado y desaparecido del centro de la escena, para que Cristo lo fuese Todo; Jesús le recompensaba ahora al exaltar la dignidad del carácter recio y noble del Bautista. Quienes se humillan serán exaltados, y los que honran a Cristo serán honrados por Él. Juan había ahora acabado su testimonio, y Jesús muestra cómo Él reserva el honor para sus siervos cuando estos han acabado su labor (Jua 12:26).

I. Cristo ensalza a Juan, no cuando los discípulos de este estaban presentes, sino mientras ellos se iban (v. Mat 11:7); cuando se marcharon (Luc 7:24). Lo hizo así porque no quería que sus alabanzas pareciesen adulaciones que pudiesen llegar a oídos del Bautista. Aunque hemos de estar siempre prestos a rendir la debida alabanza que pueda contribuir a estimular a otros, hemos de huir, sin embargo, de todo lo que huela a servil adulación, lo cual sólo ayuda a fomentar el orgullo y, con la mayor frecuencia, a que quienes están en puestos de responsabilidad, se percaten aún menos de sus propios errores. Por eso, la adulación es la peor de las mentiras.

II. Lo que Cristo dijo acerca de Juan tenía por objetivo, no sólo alabar su carácter, sino también beneficiar a los oyentes trayéndoles a las mentes el recuerdo del ministerio de Juan: ¿Qué salisteis a ver en el desierto? (v. Mat 11:7). En efecto: 1. Juan predicaba en el desierto. Cuando un buen maestro se retira (o es retirado) a un rincón, es preferible continuar yendo a él que quedarse sin él. Ahora bien, si la predicación de Juan bien merecía la pena de tomarse tanta molestia para oírle, de seguro que merecía la pena de poner empeño en recordarle. Cuanto mayores sean las dificultades que hayamos de superar para ir a escuchar la Palabra de Dios, tanto mayor será, de ordinario, el provecho que saquemos de ella. 2. Salían a ver a Juan, más bien por mera curiosidad que por apremio de su conciencia. Muchos de los que asisten a la predicacion vienen para ver y ser vistos, más que por aprender y ser así enseñados; para tener algo de que hablar, más que para ser hechos sabios para salvación (2Ti 3:15). Cristo les pregunta: ¿Qué salisteis a ver? A veces pensamos que, acabado el culto de predicación, se acabó la reflexión; no debe ser así, sino que es entonces cuando hay que reflexionar y poner por obra las buenas reflexiones que el mensaje nos produjo. ¿Qué os llevó allí? viene a decirnos Jesús ¿Fue la rutina de siempre, la compañía, o fue el deseo de honrar a Dios y sacar provecho espiritual? ¿Qué habéis sacado de allí? ¿Qué nuevos conocimientos de la Escritura hemos sacado, qué gracias, qué ayudas y consuelos espirituales? ¿Qué fuisteis a ver?

III. Veamos ahora cómo alaba Jesús a Juan. ¡Bien! es como si dijera . Yo os voy a decir qué clase de hombre es Juan.

1. No es una caña sacudida por el viento (v. Mat 11:7), hueca, flexible, llevada por todo viento de doctrina o de fama; no es vacilante en sus principios ni inconsecuente en su conducta. Cuando el viento del aplauso popular «blando y próspero soplaba», lo mismo que cuando la tormentosa ira de Herodes se alzaba fiera y tumultuoso, Juan se mantenía el mismo en todo tiempo, sin doblegarse al peso de las circunstancias. El testimonio que de Cristo había dado no era el testimonio de una caña ni de una veleta de campanario. La gente acudía a él, precisamente porque no era como una caña. Nada se pierde, a la larga, por mantenerse firme tras una resolución prudente y seguir adelante con la tarea a la que Dios nos ha llamado, sin buscar sonrisas ni temer fruncidos entrecejos.

2. Ha sido un hombre abnegado. «¿Un hombre cubierto de vestiduras lujosas? (v. Mat 11:8). Si así fuese, no habríais ido al desierto para verle, sino a la corte. Fuisteis a ver a uno que llevaba un vestido hecho de pelos de camello y un cinto de cuero alrededor de sus lomos (Mat 3:4); su atuendo estaba en consonancia con el desierto en que vivía y con el arrepentimiento que predicaba. Así que no podéis pensar que un hombre tan ajeno a los placeres de la corte, pudiese cambiar de actitud ante el temor de la cárcel». Quienes han llevado una vida de mortificación son los menos propensos a ceder en sus prácticas religiosas por temor a la persecución. No era un hombre lujosamente vestido, porque los tales no suelen estar en las cárceles, sino en los palacios. Es conveniente que los creyentes manifiesten, en su atuendo y compostura, su carácter y condición. Quienes han sido llamados al ministerio de la predicación no han de presentarse bajo la figura de un palaciego ni de un payaso, pues la prudencia cristiana nos enseña a ser de una sola pieza.

3. Pero el encomio más elevado que Jesús tributa a Juan se refiere al ministerio que el Bautista desempeñaba.

(A) Era un profeta (v. Mat 11:9); y más que profeta añade Jesús . Juan había dicho de sí mismo que no era el profeta (Jua 1:21), el gran profeta mesiánico, que Dios había anunciado en Deu 18:18; esto es, Jesús mismo (Jua 4:25); ahora es Cristo quien dice de Juan: es más que profeta. El Precursor de Cristo no era rey, sino profeta, pero un profeta de rango superior al de los profetas del Antiguo Testamento; estos vislumbraron de lejos el día de Cristo (Jua 8:56) pero Juan lo vio de cerca, salido ya el sol de lo Alto (Luc 1:78); los otros hablaron del Cristo que había de venir, pero Juan pudo señalarlo con el dedo y decir: He aquí el Cordero de Dios (Jua 1:29, Jua 1:36).

(B) Era el Precursor predicho por los otros profetas y, por tanto, superior a ellos por este otro motivo: Este es de quien está escrito (v. Mat 11:10). En efecto, Malaquías había anunciado: He aquí que yo envío mi mensajero, el cual preparará el camino delante de mí (Mal 3:1 dice Jehová ; luego Cristo es Jehová). Juan había sido preferido al resto de los profetas al ser el Precursor del Mesías; enviado por Dios para una comisión singular: preparar el camino del Señor, como él había dicho de sí mismo, y ahora Cristo lo dice de él. Esta cercanía al Salvador era la que elevaba a Juan por encima del rango de los otros profetas, pues cuanto más cerca está alguien de Jesús, más participa de Su honor (Jua 12:26).

(C) Entre los nacidos de mujer, ninguno mayor que Juan (v. Mat 11:11). Cristo sabía muy bien apreciar la dignidad y valía de una persona, y pone aquí a Juan por encima de cuantos le precedieron. Entre todos los que Dios había creado y llamado a un ministerio determinado, Juan sobresalía con ventaja. Muchos de los nacidos de mujer habían sido personas importantes en el mundo y habían jugado un papel decisivo en la historia de la Humanidad, pero Cristo coloca a Juan por encima de todos ellos. La grandeza no se ha de medir por las apariencias exteriores y el esplendor del atuendo, sino por la santidad de vida y la abundancia de gracias y bendiciones celestes; Juan era grande a los ojos del Señor (Luc 1:15).

No obstante, el menor en el reino de los cielos es mayor que él. Nótese que Jesús no compara los valores personales, la firmeza de carácter, la fidelidad a la comisión recibida, la abnegación y dedicación total de Juan con los de otras personas, sino las ventajas superiores de que gozan quienes pertenecen a la dispensación de la gracia en la Iglesia de Cristo, a la que Juan no llegó a pertenecer; él fue el padrino del novio, pero no formaba parte de la Esposa del Cordero (Jua 3:29; Apo 19:7); a caballo entre ambos Testamentos, Juan disfrutó de la luz crepuscular del alba, pero nosotros gozamos del pleno calor del Sol de Justicia en su cenit; Juan apuntó con su dedo al Cordero de Dios que quita el pecado del mundo, pero los Apóstoles del Cordero le proclamaron ya crucificado y resucitado. Nuestra ventaja, pues, sobre Juan no es de carácter personal, sino de situación histórica en el proceso revelado de la salvación. Juan no pudo ver rasgado el velo del Templo, ni a Cristo resucitado, ni al Espíritu derramado; no pudo, en resumen, gozar de las superabundantes riquezas de la gracia (Efe 1:7-8), ni del conocimiento superabundante del amor de Cristo, aunque este trasciende a todo conocimiento (Efe 3:18-19). Así que la actual grandeza de los creyentes se deriva de, y se denomina por, una manifestación mucho más amplia y esplendorosa del que vino lleno de gracia y de verdad (Jua 1:14). ¡Cuántos motivos para estar sumamente agradecidos a Dios por haber nacido en los días del reino de los cielos, con tantas ventajas de luz y de amor! Y, al mismo tiempo, ¡qué responsabilidad tan grande la nuestra si, con tantas ventajas sobre Juan, recibimos en vano la gracia de Dios! (2Co 6:1).

(D) Otra gran alabanza que Jesús hace de Juan es que Dios mismo honró su ministerio, e hizo que tuviera una eficacia admirable para romper el hielo de la indolencia y estimular al pueblo a entrar esforzadamente en el reino de los cielos: Desde los días de Juan el Bautista (desde el comienzo de su predicación) hasta ahora (el momento en que Cristo hablaba, sin indicar cesación sino continuidad) el reino de los cielos (aquí, el tiempo actual de la salvación al alcance de la mano; Mat 3:2; Mat 4:17) sufre violencia (es decir, es tomado por la fuerza, como se ocupa un país o una ciudad por una invasión súbita), y los violentos lo arrebatan; los que albergan un deseo apasionado y toman una resolución indomable de empezar una vida cristiana y seguir firmes en ella, se hacen con el botín de las bendiciones celestiales que Cristo nos adquirió cuando se llevó cautiva a la cautividad (Efe 4:8). Gracias al fiel ministerio de Juan, multitudes habían sido llevadas a Cristo y, con Él, al reino de los cielos

(a) Estas multitudes eran improbables, pues precisamente quienes podría pensarse que no tenían lugar en el reino de los cielos ni títulos para reclamarlo, lo alcanzaban, a pesar de parecer intrusos; mientras los hijos del reino quedaban fuera vendrían muchos del oriente y del occidente (Mat 8:11-12). Mientras los escribas y fariseos rechazaron a Juan, los publicanos y las prostitutas le creyeron, y marcharon así hacia el reino más aprisa que los maestros de la Ley. No es falta de cortesía adelantar a quienes parecen ser mejores que nosotros para llegar al cielo con ventaja sobre ellos; desde los días de la infancia del Evangelio, la mejor recomendación de la Buena Nueva es que ha llevado a la santidad a muchos que parecía inverosímil que la obtuviesen.

(b) Estas multitudes eran importunas, pues su decisión, su vigor y su esfuerzo su violencia en recibir los beneficios del ministerio de Juan, evidenciaban el celo y el fervor que se requieren para entrar con gozo y entusiasmo en el reino de la gracia. Quienes deseen entrar en el reino de los cielos no pueden quedar en la indolencia, sino que han de ser diligentes en arrebatarlo, hay que correr y luchar, agonizar en el sentido etimológico del vocablo; todo es poco para ganar una perla de tal precio, y su valor es más que suficiente para que superemos la oposición que surge, tanto desde fuera como desde nuestro interior. Los violentos lo arrebatan. Quienes tienen interés en su salvación eterna, son poseídos por un deseo tal de alcanzarla, que no cederán ante ninguna condición y no abandonarán la lucha hasta que hayan alcanzado la bendición anhelada (Gén 32:26). El reino de los cielos no está destinado a favorecer la comodidad de los necios, sino a beneficiar con su descanso a los que se esmeran en su labor. ¡Ojalá viésemos muchos poseídos de esta santa violencia en su deseo de alcanzarlo!

(E) El ministerio de Juan era el comienzo del Evangelio.

(a) Con Juan, estaba a punto de terminar la dispensación del Antiguo Testamento (v. Mat 11:13). Los descubrimientos de la antigua dispensación comenzaban a declinar ante una más clara manifestación del reino que estaba ahora al alcance de la mano. Cuando Cristo dijo que todos los profetas y la ley profetizaron hasta Juan, estaba mostrándonos: Primero: Que la luz del Antiguo Testamento estaba para ponerse, cumplida su misión de anunciar al que había de venir. Como dice Atanasio: «Hasta Juan, la ley; desde él, el Evangelio». Había luz en la Ley y en los profetas. pero era una luz que hablaba oscuramente de Cristo y de Su reino. ¡Bendito sea Dios porque tenemos juntamente las enseñanzas del Nuevo Testamento, que nos explican y aclaran las profecías del Antiguo, y las profecías del Antiguo, que nos confirman e ilustran las enseñanzas del Nuevo! (Heb 1:1). Como los dos querubines del propiciatorio, ambos Testamentos aparecen cara a cara el uno del otro y se complementan mutuamente, como escribió Agustín de Hipona: «El Nuevo Testamento está latente en el Antiguo, y el Antiguo Testamento está patente en el Nuevo». La Biblia continúa enseñándonos, aunque los escritores sagrados se marcharon de este mundo. Moisés y los profetas están muertos; e igualmente lo están los Apóstoles y los evangelistas (Zac 1:5), pero la Palabra de Dios vive y permanece para siempre (1Pe 1:23). Segundo: Que la luz de Juan, que por un tiempo ardía y alumbraba (Jua 5:35), también estaba para desaparecer, como desaparecen de la vista las estrellas del firmamento aun antes de que salga el sol. Todas las profecías referentes al Mesías que había de venir quedaron anticuadas cuando Juan dijo: Ahí está; ya ha venido.

(b) Con Juan, comenzó la aurora del Nuevo Testamento, porque «si queréis recibirlo continúa Jesús , él es Elías, el que había de venir» (v. Mat 11:14). Juan era como la abrazadera que empalmaba los dos Testamentos. La última profecía del Antiguo Testamento era: He aquí que yo os enviaré el profeta Elías, antes que venga el día grande y terrible de Jehová, etc. (Mal 4:5-6). Con toda probabilidad, la profecía de Malaquías abarcaba dos niveles históricos; uno, en la Primera Venida del Salvador, cuando Juan el Bautista vino a preparar el camino del Señor; como había dicho el ángel: él mismo irá delante, con el espíritu y el poder de Elías (Luc 1:17), para disponer al pueblo, mediante el arrepentimiento, a recibir al Mesías (Mal 4:6, Luc 1:17); otro, en la Segunda Venida, cuando Elías mismo (u otro siervo de Dios con el espíritu y el poder de Elías), dará testimonio especial antes de la Segunda Venida del Señor (Apo 11:6, donde la referencia a Elías y Moisés es evidente). Cristo se muestra suspicaz acerca de la recepción que se le daba al Bautista, al decir: Si queréis recibirlo, pues conocía los prejuicios del pueblo, máxime cuando los judíos confundían los dos niveles de la profecía. También se insinúa, como probable, esta otra interpretación: «Si queréis recibirlo y aceptar su ministerio como el del prometido Elías, él será para vosotros como Elías, para volveros hacia Dios». De acuerdo con la profecía de Malaquías, los judíos esperaban que Elías volvería para ungir al Mesías antes del Día de Jehová; muchos judíos siguen esperándolo todavía. Al decir Jesús que Juan era Elías, hablaba en los términos de Luc 1:17, refiriéndose al espíritu y al poder de Elías, con quien Juan tenía una semejanza temperamental extraordinaria por su celo, su gran fidelidad a Dios y al ministerio y, también por su cariz severo y depresivo; de este modo, Jesús no contradecía a la declaración del propio Juan (Jua 1:21, puesto que Juan no era Elías en persona, sino en espíritu y poder).

IV. Finalmente, nuestro Señor cierra su discurso con esta solemne demanda de atención: El que tiene oídos para oír, oiga (v. Mat 11:15). Esta frase insinúa que lo que acababa de decir, no sólo era muy importante (comp. Mat 13:9, Mat 13:43; Mat 24:15; Apo 2:7, Apo 2:11, Apo 2:17, Apo 2:29; Apo 3:6, Apo 3:13, Apo 3:22), sino difícil de comprender para aquella gente de su generación (Isa 53:8) que, por ignorancia o prejuicios, se resistían a admitir que la aparición de Juan tuviese algo que ver con la venida de Elías y, por lo mismo, que fuese el Precursor del Mesías. Para nosotros, esto tiene la misma relevancia, ya que las grandes cosas de Dios, por difíciles y misteriosas que parezcan, requieren que tengamos alerta el oído a las demandas de la Palabra y a la conducción del Espíritu (Rom 8:14; Rom 12:2). Por otra parte, la frase de Jesús insinúa que lo único que Dios exige de nosotros es que usemos correctamente los órganos y facultades que nos ha dado; que usemos los oídos para el objetivo al que están destinados por Dios: para oír. Todo el que resiste al Espíritu Santo, no sólo se tapa los oídos para no oír, sino que suele gritar con fuerza, para intentar acallar la voz de Dios y la de la propia conciencia (v. Hch 7:57).

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