Efesios 2:3-5
Éramos por naturaleza hijos de ira, lo mismo que los demás. Pero Dios, que es rico en misericordia, por su gran amor con que nos amó, aun estando nosotros muertos en pecados, nos dio vida juntamente con Cristo (por gracia sois salvos).
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Sin dejar de extasiarse ante el desarrollo económico de China, el Banco Mundial se alarma ante la contaminación galopante de ese país. Por no respetar las normas internacionales, las enfermedades pulmonares matan proporcionalmente cinco veces más personas que en los países que controlan severamente la contaminación del medio ambiente.
Con pocas diferencias, el problema es universal. Poco a poco los hombres de hoy se están intoxicando con los escapes de gas, el tabaco, el alcohol y muchos otros venenos. Pero, ¿no intoxicamos también nuestras mentes con lecturas malsanas, filmes nocivos y violentos, preocupaciones mantenidas y aumentadas, celos, envidias, odios y deseos de venganza?
Para poder vivir plenamente felices es necesario desintoxicar tanto nuestra alma como nuestro cuerpo. Pero triste y dolorosamente constatamos que en este sentido es imposible que uno se desintoxique por sí mismo. Somos demasiado débiles y vulnerables para emprender esa lucha. Además –confesémoslo– estamos poco dispuestos a hacerlo. Sin embargo Jesucristo, el Hijo de Dios, vino a este mundo, murió en la cruz y resucitó para que esta obra de purificación, sin la cual no podríamos vivir plenamente felices, fuera posible.
Lo prometió: “Si el Hijo os libertare, seréis verdaderamente libres” (Juan 8:36).
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