En un país del este europeo, un cristiano conoció a un anciano que le contó cuánto había sufrido en la vida. Para darle ánimo, nuestro amigo le habló del amor de Jesucristo, pero su interlocutor no quería saber nada de la fe cristiana. La indigna conducta de un líder religioso lo había escandalizado:
–¿Puedo formularle una pregunta?, le dijo el creyente. Suponga que yo me robe su gabán, que me lo ponga y luego cometa un asalto. La policía me ve huir pero no alcanza a detenerme. Ella dispone de un importante indicio que la conduce a su casa: su gabán. ¿Qué diría usted si lo acusaran del atraco al banco?–Pues lo negaría por la sencilla razón de que mi sobretodo no soy yo, respondió el anciano:
–Muy bien, Jesucristo tampoco se deja engañar por los que llevan su nombre y no son verdaderos cristianos (2 Timoteo 2:19).
Esta imagen hizo reflexionar a su interlocutor quien días más tarde preguntó a su visitante: –¿Cómo puedo llegar a ser un verdadero cristiano? El creyente le explicó que debía reconocer sus faltas y creer en la eficacia de la obra expiatoria cumplida por Jesucristo en la cruz. El anciano inclinó la cabeza y confió su vida a Jesús. Después abrazó a su amigo y le dijo: –Gracias por haber intervenido en mi vida, y agregó: –Usted sí que lleva bien su gabán. Y nosotros, ¿merecemos verdaderamente el nombre de cristianosí
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