DÍA DE LAS MADRES: LA MADRE DEL SALVADOR

DÍA DE LAS MADRES: LA MADRE DEL SALVADOR

«Junto a la cruz de Jesús estaba su madre, la hermana de ella, y María, mujer de Clopas, y María Magdalena. Vendo Jesús allí, su madre, y que el discípulo a quien él amaba estaba presente, dijo a su madre: Mujer, he tu hijo. Después dijo al discípulo: He tu madre. De esa hora en delante, el discípulo la recibió en su casa». (Juan 19:25-27).

Mientras María mira para la cruz, se en tolva la tierra de una neblina, cuál si hubiese sido alcanzada bien en su corazón por una espada. Cuando observa, María percibe la semejanza entre lo que ella siente con lo que fue profetizado por Simeón, por ocasión del nacimiento de Jesús: «Este niño es puesto para caída y elevación de muchos en Israel, para ser objetivo de contradicción, y para que se manifiesten los pensamientos de muchos corazones. Y una espada ensartará también su alma».

Enfocando nuevamente la cruz, todo se pone claro para ella:
-Entonces, esta es la espada.

Es algo que toda madre teme: perder un hijo. Este miedo la persiguió siempre, desde las palabras premonitorias de Simeón. Hubo el terror por ocasión de Herodes, con la conspiración de asesinato de los niños. Y aun la profecía de Isaías sobre el Siervo Sufridor siempre la perturbó. Es cuál si la Muerte hubiese posado sobre la cruz de Jesús, desde suyo nacimiento, lanzando allí una sombra oscura, como una constante advertencia de que un día el niño le pertenecería.

Bien, en su íntimo, María sabía que Jesús era un niño nacido para morir. No crecería para ser un médico, o un rabí, o un doctor de la ley. No se casaría, ni le daría nietos que llevasen adelante el nombre de familia. Sabía disto hay mucho tiempo, pero había enterrado ese sentimiento en su corazón.

Las lágrimas traen algunas remembranzas. El nacimiento de él en aquel frío y oscuro establo en Belén. Como él temblaba, cuando lo agarró por la primera vez en sus brazos, tan chiquitín e indefenso. Lo calentará en su seno y cantara para que durmiese. Se recordaba también de como, cuando besara su frente, él la mirara tan calmo, tan sin atenciones.

Nuevamente, enfoca la cruz y ve hombres encorvados, repartiendo las ropas de él, y lanzando suertes sobre ellas.
Erguir los ojos para su hijo y sufre. Está desnudo, y no hay nadie para calentarlo. Tiene sed, y no hay nadie para mojar sus labios. Está cansado y no hay nadie para cantarle una canción para que se adormezca. Su frente está fruncida en agonía, y no hay nadie para enjugarle las heridas.

—¿por qué mi bebé merecería esto?

Nuevamente, sus ojos se enturbian. Más un recuerdo viene a tono. Y más otro. Se recuerda de cuando dijo la primera palabra. Se recuerda de sus primeros pasos. Se recuerda de como le gustaba ayudarla a asar el pan, y ella entonces solía mojar un pedazo del pan fresco en la miel y le daba para comer. Esto lo dejaba contento y hacía con que sus ojos brillasen.

—¿por qué mi bebé merecería esto?

Se recuerda de él con doce años, cuando ya estaba a servicio del Padre en Jerusalén. Se recuerda claramente de haber pensado en la ocasión: Él no es más mi bebé. Está allí en la cruz ahora por poseer también amor materno. Está allí porque tiene el amor de un Salvador. Pero, el amor no se parece con lo que ve. Gotas de sangre que escurren por el madero, mojando la basura que está debajo. Clavos pesados en los pies de Jesús. Costillas marcando la piel delgada. Moscas posando en las heridas abiertas. Ojos hinchados por la fiebre. Cabellos enmarañados en la corona de espinas colocada por la mañana. Manos abiertas a Dios presas en el madero. Un dorso encorvado, pendiente por los puños empalados, como una grotesca arandela. Esto es lo que la madre de Jesús ve, mientras desenvaina su corazón para el golpe cruel de la espada romana. Es más de lo que una madre puede aguantar. Pero de alguna forma ella resiste.

Principalmente, a causa del hombre que está a su lado, amparándola.

Juan, el discípulo amado de Jesús. De brazos dados, las dos personas a quienes Jesús más ama en este mundo. Nunca fueron tan próximos, como en este momento. Oyen a Jesús murmurar mientras levanta la cabeza. Esboza su adiós con la lengua herida y los labios rajados. Juan lleva a María para más cerca, para ahorrar a Jesús el esfuerzo, pues su hijo tiene mucho que decir a ella: Gracias por todo. . . le debo tanto.  Usted fue la madre más querida que uno podría tener.

Pero los espasmos en el pecho están cada vez más frecuentes, y aquellas palabras no fueron pronunciadas. Jesús se apoya en los clavos y con esfuerzo llena los pulmones. El dolor es extremo. Las palabras salen con un gran esfuerzo.«Mujer, he allí a tu hijo.» María mira para Juan, junta sus brazos mientras tiene los ojos llenos de lágrimas. Los labios esbozan una sonrisa trémulo». «Juan, he allí a tu madre».

El discípulo hace señas mientras muerde los labios controlando la emoción. Fue todo cuanto fue dicho. Por un momento íntimo, contemplan aquel a quien tanto amán.

Entonces Jesús calla nuevamente.

De repente, María percibe, que está a servicio del Padre. Ora aquel Padre, para que la muerte venga luego para su hijo, esto es, para el hijo de ellos. Pues ambos perdieron un hijo hoy. Ambos tienen una espada clavada en el pecho. Y así, a pesar de su dolor, a pesar del acero frío que le ensarta el alma, ella resiste al pie de la cruz. No aguanta mirar. Pero no aguantaría alejarse de allí también. Está allí. Por su hijo. Como cualquier madre lo haría.

Estaba allí cuando él vino al mundo. Habría de estar cuando él si se fuese. Estaba allí cuando él fue empujado por un canal oscuro y angosto hasta sus brazos, cuando nació. Estaría presente ahora cuando él estaba siendo empujado a través de otro pasaje doloroso que lo devolvía para los brazos del Padre.

Oración: Tú, cuyo cuerpo pendía de aquellos clavos en tú manos, y que cargabas sobre ti el peso del pecado del mundo, y aun así te preocupabas más con los dolores de los otros de lo que con los tuyos. Tú, que hiciste un comentario duro sobre el único de los mandamientos que contiene una promesa, aunque supieses que para ti aquella promesa te sería negada. Tú, que de todo fuiste destituido, y, sin embargo, aún hallaste tanto para dar: a sus ejecutores, el perdón: al ladrón, el paraíso; a su madre, un hijo. Me concede la gracia, O Señor, de jamás olvidar la manera como tú te alzaste arriba de tu desamparo, a fin de asegurarte de que tu madre no sería desamparada. Grande ejemplo de amor altruista. Hijo ejemplar. Consérvame siempre junto a la cruz, pues ella es la fuente de dónde proviene el amor más puro. Allá soy purificado, no solamente de mis pecados, pero de mi pequeñez. Es en ella que estoy más cerca de ti. Es en ella que estoy más próximo de aquellos que te aman. Me lleve allí todos los días, Señor. Es donde está el amor. Y es donde yo necesito quedarme.

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